Deportes de ficción: el quidditch
Ya hablamos en otra ocasión de uno de los grandes aciertos narrativos de J. K. Rowling en los libros de Harry Potter: la creación de un mundo acogedor por detalladamente costumbrista, de un mundo en muchos aspectos similar al nuestro y que podemos vivir, en consecuencia, como nuestro. Y, en este aspecto, ¿qué elemento, qué hallazgo, hay más representativo o más emblemático que el quidditch, el deporte estrella del mundo mágico, que, por otra parte, tiene gran importancia para el desarrollo de Harry Potter como personaje? Desde dos puntos de vista creo que es interesante comentar esta creación deportivo-literaria: desde el estético y desde el narrativo.
Desde el punto de vista estético, a mí me gusta mucho explicar el quidditch como un pastiche, posiblemente la forma estética más característica de la posmodernidad, esta triste edad sin sur y norte en la que vivimos, forma que puede definirse, aunque sea de manera sesgada y provisional, como una combinación de elementos en principio ajenos los unos a los otros, una especie de ropavieja artística en la que se agitan ingredientes sobrantes de cuatro o cinco recetas distintas para crear un plato distinto a medio camino entre el puro remiendo y la ocurrencia sorprendentemente original. El quidditch es, en efecto, una curiosa combinación de balonmano o baloncesto (los cazadores deben anotar gol haciendo pasar un balón que manejan con la mano por uno de los tres aros que defiende el guardián de equipo contrario), béisbol (los bateadores se deshacen constantemente de las blusters, temibles balones que vuelan violentamente por el campo y buscan derribar con ellas a los contrarios) y polo, tratado por supuesto al mágico modo (los atletas juegan montados, pero en escobas voladoras): un perfecto pastiche, en definitiva. Un pastiche, como lo es, por otra parte, todo el mundo mágico, resultado original de la mezcla de elementos de bien distinta procedencia: mitología céltica o anglosajona o incluso artúrica (bosques oscuros, pociones y filtros de amor, troles, gigantes), mitología grecolatina (ave fénix, centauros), tradición popular británica (los fantasmas, los poltergeist) y la narrativa popular inglesa: no olvidemos que Harry Potter es, formal y argumentalmente, una novela de internado. Pues bien, el quidditch es una síntesis simbólica de este concepto estético fundamental en la saga que resulta al tiempo uno de los elementos que en otra ocasión llamé realistas o, mejor, costumbristas, que hacen que el mundo mágico nos resulte tan familiar, tan acogedor, tan entrañable si se quiere a los lectores.
Me explico: los magos, como nosotros, van al instituto, pero en lugar de Química estudian Pociones o en lugar de Educación Física, Defensa contra las Artes Oscuras; como nosotros, pueden trabajar de funcionarios, pero lo son del Ministerio de Magia y no del Ministerio de Administraciones Públicas, que es mucho más ordinario; y, como a nosotros, les gusta el deporte, lo practican como actividad extraescolar en el colegio y lo disfrutan como espectáculo de masas y competición de élite; pero, eso sí, su deporte, al contrario que el nuestro, se desarrolla sobre escobas y se juega no en disminuyentes pantalones cortos sino en túnicas brillantes. Así que, como tantas otras cosas en la serie, el quidditch nos ofrece un mundo en el que nos podemos sentir cómodos pero que es, al mismo tiempo, mejor o al menos más fascinante, más entusiasmante, que el nuestro: Harry Potter como un sueño idealizante, como uno de tantos en la historia de nuestra cultura que nos ofrece una versión maravillosa de nuestra existencia cotidiana. En este sentido, es muy importante la final del Campeonato Mundial de Quidditch con que se abre el cuarto volumen, Harry Potter y el cáliz de fuego. Claro, si nosotros los muggles celebramos y seguimos con exagerada tensión el Mundial de fútbol, ¿no es lo suyo que los magos hagan lo propio con el quidditch? Y, ya puestos en tan multitudinaria, festiva y despreocupada celebración, ¿no es el ambiente ideal, si se quiere romper de golpe la magia ingenua de los primeros tomos y precipitar la entrada de personajes y lectores en la amenaza inminente de lord Voldemort, para situar un atentado mortal? Nadie como J. K. Rowling consigue, tanto en lo familiar como en lo siniestro, hacernos sentir en nuestro mundo al tiempo que fuera de él.
Pero decíamos que también desde el punto de vista narrativo o argumental es el quidditch importante e interesante, o así lo explica un finísimo lector como Jaime Altozano al analizar la banda sonora que ilustra la escena del partido de quidditch en la versión cinematográfica de Harry Potter y la piedra filosofal. Tengamos en cuenta que Harry es, por entonces, un niño de once años ajeno al mundo mágico que se ve repentinamente lanzado a él y comprensiblemente se siente como un impostor fuera de lugar entre cientos de adolescentes que se han criado en ese ambiente y, al contrario que él, manejan todas sus claves y, más aún, manejan las claves de su propia vida con más detalle y conocimiento de causa que él mismo. En esa incómoda situación, afortunadamente para él, Harry encuentra algo en lo que supera a los demás y que le permitirá encajar como uno más entre ellos: su habilidad para pilotar, o como se diga, una escoba voladora, tan extraordinaria que la adusta profesora McGonagall, jefa de la casa Gryffindor, haciendo una excepción insólita en su estricto código de conducta, elige personalmente e impone a Harry como buscador (estrella del equipo, delantero centro o algo así) del equipo de Gryffindor un año antes de lo establecido como límite consuetudinario. Harry es dubitativamente aceptado, pero su actuación en el partido inaugural de la liga de Hogwarts asombra a amigos y adversarios y marca, narrativamente, su aceptación oficiosa pero efectiva en el ecosistema del colegio de magia. Pues bien, centrándonos ahora en la película, que recoge admirablemente el significado de este partido, suena ahora, sobre la cara orgullosa y exultante de Harry el que Altozano llama “tema de la amistad”, entendiendo esta no solo como su vínculo con sus dos verdaderos amigos, Ron y Hermione, sino como una más profunda “sensación de protección e integración dentro de Hogwarts”; tema optimista y brillante que concluye significativamente con una versión del tema del quidditch, a su vez una fanfarria, esto es, un tema rápido, alegre y enérgico que captura muy bien, como corresponde el ingenio melódico de John Williams, la alegría juvenil (o casi infantil, en el sentido más noble del término: recordemos siempre a Schiller y Nietzsche y su apología del juego “como un niño”), social y competitiva de este primer partido de quidditch. De forma que, como reflejan las películas y su banda sonora, en Harry Potter, como es muy común en la cultura inglesa, el deporte se asocia estrechamente a la amistad, la felicidad y la camaradería; y el quidditch marca para Harry su definitiva inserción en un nuevo ambiente, el comienzo de un nuevo vínculo no ya con dos amigos cercanos sino con toda una familia social extensa de la que, a partir de ahora, puede sentirse miembro de pleno derecho.
Y esa es, creo yo, la más importante lección que tiene que enseñarnos el deporte británico, bien el real (o llamémoslo cotidiano) como el mágico: el que antes que de competición o rivalidad es un espacio de comunión y confraternización. Así es, en general, el mundo mágico creado por J. K. Rowling, que llama en efecto a la concordia.