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Crítica de «Cónclave», de Edward Berger

Por Irene Zoe Alameda.

Cónclave no es un thriller al uso: en él sí hay un muerto -el Papa que ha de ser reemplazado-, pero no hay un asesino. Lo que seguro hay en él es una especie de detective solitario y atormentado rodeado de sospechosos de no ser lo que parecen. En ella, el cardenal Lawrence (Ralph Fiennes) se ve forzado contra su voluntad a dirigir el cónclave del que saldrá elegido el próximo Papa, y al hacerlo tiene que enfrentarse a las contradicciones que amenazan y al tiempo vertebran la Iglesia Católica.

Tratándose del tema que la ocupa, es pertinente decir que es un milagro que la película desborde suspense y despierte, minuto tras minuto, la curiosidad de la audiencia. En primer lugar, el tema -la elección de un nuevo Papa-, aun tratándose de un proceso extensamente publicitado, se viene desarrollando con total secretismo desde hace veinte siglos. Asomarse a Cónclave es como colarse por una entrada secreta en la Domus Sanctae Martha donde los cardenales se encierran y se aíslan del mundo cuando muere un Papa. En segundo lugar, pese a lo revulsiva que resulta la evolución los personajes conforme avanza la trama, desde sus iniciales halos de santidad a sus respectivos dechados de vicios morales, el filme logra sortear el maniqueísmo y la denuncia fácil, y reintegra a los personajes a su dignidad humana a través de la humildad y el arrepentimiento con un giro tan inesperado y perturbador que trasciende la obra misma.

Independientemente del credo (o no credo) del espectador, Cónclave es una película interesantísima. Basada en la novela homónima de Robert Harris (The Ghost Writer), quien fue asesorado por el cardenal Cormac Murphy O´Connor (participante en los cónclaves de 2005 y 2013), muestra en toda su domesticidad un proceso de índole política que, sin embargo, subraya y se ve legitimado en su espiritualidad: como si los actos libres y mezquinos de los hombres -en este caso varones, sí- fueran las piezas de un exquisito plan divino para reivindicar la grandeza de la fe.

La producción de Cónclave acertó en todo: en contratar para la adaptación de la novela al veterano Peter Straughan (Tinker Tailor Soldier Spy), experto en generar para el cine atmósferas inquietantes en espacios en apariencia neutros, seguros, llenos de certezas, siempre en virtud de la desviación secreta de pilares insoslayables de la sociedad. También la elección del director Edward Berger (Sin novedad en el frente) es la acertada porque, con su estilo de realización cuasi barroco consigue condensar 72 horas de claustrofobia casi delirante, y nos permite asomarnos a un mundo que la Iglesia nos había vetado hasta el momento. No hay nada de ligereza en la narrativa de Berger, en la que cada fotograma está cargado de contenido: desde la elección de los planos y el ritmo de montaje, hasta la dirección de actores y el sonido, pasando por la puesta en escena y el vestuario.

En cualquier caso, Cónclave no sería la joya cinematográfica que es si no tuviera a Ralph Fiennes en el papel protagonista como un cardenal atenazado por la responsabilidad hercúlea que ha recaído sobre sus hombros, en el momento en que atraviesa una profunda crisis de fe. Es esa lucha interna la que recoge el director en cada plano de Fiennes, y la que se mantiene como una sombra de sufrimiento imperturbable en el porte de su personaje. Esa gravedad se ve contrarrestada sobre todo por el cardenal Bellini, interpretado por un Stanley Tucci tan carismático como oscuro, y por el resto de los cardenales que conviven en la residencia cuidada por monjas y que deambulan por la Capilla Sixtina a la caza de los dos tercios de los votos. Entre los cardenales destacan los interpretados por un sólido y temible Sergio Castellito, un subrepticio John Lithgow, un pomposo Lucian Msamati y un perturbador Carlos Diehz.

Pero si hay que buscar el contrapeso real al personaje de Fiennes, la audiencia lo encontrará en el de la hermana Agnes, con el que una monumental Isabella Rossellini dota al metraje de una solidez tan coherente con su personaje como con su genealogía artística. La hermana Agnes, como las mujeres en la Iglesia y como la misma Rossellini dice muy poco. Pero cuando habla, lo determina todo.

(Ojo que la peli tiene sorpresa: hay que verla hasta el final.)

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