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‘La individualidad como motor oculto de la historia’, de Fernando del Castillo

La individualidad como motor oculto de la historia

Fernando del Castillo

Comba

Barcelona, 2024

212 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Las mejores obras de arte son fruto del talento de una persona, pero también de la acumulación de sensibilidad entre los humanos. Miguel Ángel escupió La Piedad, Shakespeare escribió Macbeth, Velázquez pintó Las Meninas, detrás del diseño del Taj Mahal tuvo que haber un arquitecto, y las nueve sinfonías de Beethoven sigue siendo el mejor refugio para la belleza. De acuerdo, pero la humanidad, o algún ingeniero o un loco, también ha creado las bombas nucleares y las bombas de racimo, la tensión económica, la contaminación o el odio entre hermanos. Parece claro que todo esto se debe a un cerebro que no cesa de evolucionar, la pregunta es saber hacia dónde. En cualquier caso, la cuestión es lo bastante sugerente como para que alguien, en este caso el médico y ensayista Fernando del Castillo (Salamanca, 1945), se plantee una cuestión que contiene espíritu de tesis doctoral combinado con ánimo de investigación divulgativa: ¿puede ayudarnos la neurociencia a entender la evolución de la sensibilidad y el pensamiento?: «Y ésa es nuestra propuesta: el cerebro individual —o mínimamente grupal— es el motor de la historia de los seres humanos».

El autor parte del hecho de que el cerebro es un órgano evolutivo y en evolución, que el sistema nervioso no está estancado. Y para demostrarlo elige las representaciones artísticas, analizando someramente los paradigmas de la escultura, la pintura o el teatro en distintos momentos de la historia: «El seguimiento del yo en la historia, su evolución y manifestaciones en cada uno de los tiempos históricos, es el motivo principal de nuestro trabajo». No es tan sencillo demostrar que la evolución del arte y de la filosofía está relacionada con un proceso de madurez mental del individuo, pues habría que desgajarlo del contenido social que afecta, claro está, a la formación del pensamiento. Esto lo sabe bien el autor, que al margen del análisis a favor de su tesis afronta el tema desde una perspectiva psicológica y antropológica, en la que incluye a la religión, a la evolución de las implantaciones religiosas, además de a la teología. En lo referente a las expresiones artísticas, los referentes que le sirven de sustrato son autores como Gombrich, Hauser o Panofsky, sobre los que debate con frecuencia para estudiar la expresividad, el simbolismo, la iconografía o el naturalismo. Y a partir de ahí tratar de definir qué es la madurez y si esta responde a una madurez neurológica: «Mi opinión, muy contraria al maestro (se refiere a Gombrich), es que la individualización no se adquiere plenamente en un momento histórico determinado, sino que es un proceso continuado de perfeccionamiento mental, de manera que cada periodo histórico tiene su propia concepción del yo». El yo, ese yo, es lo que da lugar al debate que él plantea, acudiendo, de vez en cuando a pensadores y teólogos, sin distinguir entre unos y otros.

La intención del libro no es tanto demostrar una tesis, que posiblemente precisara de un análisis más complejo en el que participaran más autores, dado el interés que puede suscitar, como iniciar una nueva vía de estudio. Lo que consigue, con éxito, es intrigarnos y hacernos sospechar que faltan muchas cosas por decir, que hay un territorio que todavía nos puede regalar alguna sorpresa. Y no se nos ocurre un motivo mejor para afrontar la lectura de un ensayo.

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