Francesc Morató.– La tristeza del sabio es una novela en la que confluye más de una preocupación que la aproxima a un género inseparable de cierta modernidad: el de la aventura acompañada de la conciencia del fracaso en su balance final. Arturo, el protagonista, profesor recién jubilado de “lenguas muertas” (griego y latín), encarna en cierto modo la figura del perdedor (loser) en el relato literario o cinematográfico norteamericano, que consigue sin embargo -como algunos de los grandes caracteres de John Huston- hacer de la necesidad virtud y convertir en una ética la resignación dolorosa y decepcionante. Hay, además, en unos y otros casos diferentes grados de empatía que, proporcionalmente, promueven su grado, no menos diferente, de ejemplaridad. Y, como no podía ser de otra manera, esto afecta a los recursos literarios empleados: distancia o complicidad. Este libro recoge como pocos la tensión entre unos y otras.
Como en toda novela clásica, lo principal es ganarse al lector y el autor sabe que, para ello, no puede insistir en la exhibición de la propia construcción, ni entregarse a experimentos formales que perjudiquen lo que es innegable: una muestra eminente, ponderada y completa de una conciencia plenamente moderna. ¿Quién, a pesar de las reiteradas profesiones de fe –sinceras, sin duda– por los clásicos grecolatinos del protagonista, no pensará en Goethe que hace que Fausto replique al Alto Espíritu:
«y me haces ver cómo soy dentro de mí, / y entiendo prodigios que desconocía» / «… veo al hombre nunca alcanzar / todo lo que quiere » … «dentro de mi pecho, loco deseo aviva / en pos de una imagen de belleza, / y corro tras el placer, y cuando mío es / vuelve el deseo, y de uno en otro voy».
Al fin y al cabo, nadie escapa a su tiempo, aun estando muy en desacuerdo con él. Aunque Arturo insista en que nunca tuvo presente ni futuro, sino solo pasado. Y es que si bien J. García Gibert cumple impecablemente con los recursos de una narrativa clásica, no es menos cierto que deja irrumpir elementos (el humor entre otros) y reflexiones (éticas, epistemológicas, existenciales, pedagógicas y estéticas) que podrían, caso de no haber estado controlados por una mano maestra, haber dado al traste con el proyecto.
El humor, sutil, sonriente, fino, inteligente, está presente, desde las primeras páginas –las de la foto en la renovación del carnet de conducir– y continúa con motivo de la invitación de la familia política a disfrazarse por Navidad, pero es en lo referente a la actividad docente del protagonista donde alcanza la máxima cota de ironía, incluso de sarcasmo. En la feliz comparación, sin ir más lejos, de lo que supuso para San Agustín la invasión de los bárbaros y para un profesor, desde las dos últimas décadas del siglo XX, enamorado de las humanidades, auténtico motor de su decisión antes que la un tanto pacata y a estas alturas contaminada vocación, la llegada de la era digital. La irritación de Arturo alcanza sus máximos cuando se le intenta convencer de la oportunidad de divulgar a Gracián como “tuitero”.
Arturo defiende las hoy mayoritariamente denostadas clases magistrales, la necesidad de transmitir ideas antes que la observancia de actitudes, la escucha antes que la apresurada puesta en práctica, suscitar admiración por el enseñante y su discurso antes que la imposición acrítica de la crítica, de lo que sea y como sea. Constituye, desde luego, uno de los pilares de la narración esta oposición a los criterios pedagógicos vigentes, políticamente correctos. Que no solo atañe a la distancia –defendida en un principio por Arturo– de los alumnos por parte del profesor, sino que –y en esto ya no es cuestión de principio ni de programa, sino de higiene mental y supervivencia– alcanza las mismas relaciones entre compañeros.
La excepción de Arturo respecto a su propia regla, su concesión a la responsabilidad a pesar de su coherencia, la constituye Daniel, el alumno (¿hijo?), mucho más, en cualquier caso que los propios y biológicos de su viejo maestro y amigo D. Arsenio, continuador de la propia línea. El cual, sin embargo, aun sin proponérselo, no puede evitar cierta traición pragmática y actitudinal combinada, eso sí, con la fidelidad personal que, sin embargo, resulta insuficiente para compensar las distancias impuestas por la existencia. Hace falta un conocimiento profundo, y mucha experiencia docente por parte del autor, para advertir la inevitabilidad y complejidad de este destino.
Con esto entramos en lo que sería una primera capa del extrañamiento entre los unos y los otros, la propiamente epistemológica. «¿Qué puede saberse del sufrimiento del prójimo?» se pregunta ante su viejo profesor en estado vegetativo, previo al desenlace. Ante la imposibilidad de respuesta, cabe extender la duda a la relación con los amigos, a la integridad de las mismas antes que a la entrega resignada a su parcialidad; la incompatibilidad entre Amor y Verdad, la imposible correspondencia del primero, aun queriéndolo ambas partes; el fantasma siempre al acecho de la misantropía, la constatación de «la hipocresía del mundo… todos huían de todos»… Todo esto, sin embargo, no es más que el pórtico para la que es, para mí, la última y más radical lectura del libro: la propiamente moral. No, obviamente, en el sentido normativo de la misma. Para eso, ya están los tratados académicos que dejan a la realidad indiferente, sino, justamente, para hacer de abogado del diablo de los mismos. En ese sentido, como muestra de agudeza realmente inquietante a la vez que de implacable sinceridad, me permito citar algunas de sus reflexiones que comprometen una ética auténticamente seria:
«Él era de los que vivía sin hacer el mal, pero no aspiraba al bien del prójimo como cosa concreta, sino al Bien con mayúscula, de manera abstracta. También de manera abstracta combatía el Mal, con su actitud honrada y su enseñanza humanística. Pero no hacía el bien ni el mal a nadie de manera especial, por inadvertencia más que por indiferencia…»
Arturo no se deja engañar. Conoce la diferencia entre la comodidad y la excelencia. Sabe, además y sobre todo, que el pecado original, o la cadena imposible de romper, no son sino el límite y la inevitabilidad de la perspectiva. Puede puntualmente, como casi todos, dejarse atraer por la retórica del predicador cristiano –cuya hipotética confirmación descargaría de tensión y responsabilidades– pero a la postre, este episodio acaba mal, porque antes de que se dé cualquier miseria o error humanos concretos, sabemos que
«¿Cómo sentirse libres, si en último término hay que amar siempre? Y además: ¿es eso posible? Y sobre todo: ¿es verosímil en el orden psicológico la idea del perdón y el amor al enemigo, especialmente para quien ama al Bien por encima de todas las cosas? En otras palabras: ¿es posible amar el Bien sin odiar el Mal?»
Y encuentra en una frase de Hume la clave más económica de su posición: «La belleza de una persona no nos inspira amor por otra». No es de extrañar, pues, que, en sintonía con sus supuestos educativos, vea posible la compatibilidad entre la misantropía y el humanismo clásico, mientras que la juzga imposible con el humanitarismo moderno. No es esta la única ocasión en que desafía la corrección política con argumentos –¡eso sí!– que dirán muy poco de quien se limite a despreciarlos o a pasar de largo. Se trata, en el fondo, de mostrar comprensión, pietas, por todo lo humano, nacido del honor y la integridad (Adela) como de la debilidad, la falta de coraje y la soledad. También con motivo de las masturbaciones, solitarias y solidarias, en uno de aquellos cines semiporno de la transición democrática, o en la frecuentación –reiterada con una de ellas– de masajistas, hetairas modernas en algún caso. También al tratar de aunar de manera lúcida la decepción que acompaña a la amistad con una actitud crítica, no precisamente paralizadora, brilla el genio del narrador, o del protagonista. Arturo sabe desde siempre las miserias de los demás: la antipatía del predicador, la superficialidad y oportunismo de Víctor, el desinterés relativo por su obra de muchas de sus amantes y de su propia esposa, el alcoholismo de Mila, quizás solo la extrema coherencia y autenticidad de Pablo le permiten cierta indulgencia…
Sin embargo, es consigo mismo con quien, sin excusa ni arrepentimiento alguno, su navaja crítica resulta más afilada; puede, incluso, engañar o mentir a un colega competidor de una plaza universitaria, junto a otras pequeñas acciones no precisamente ejemplares. Con todo, ninguna iguala ese incapacidad suya para conformarse con lo real, con sus luces y sus sombras. Un poco a la manera de Orfeo, solo la muerta, María, precisamente por no haber sido más que posibilidad, irrealizable para siempre, podría haber conllevado, cierta ilusión de futuro. Las demás, ni cuando le aman interesada o, mejor, condicionalmente, o en el caso contrario de entrega y admiración incondicionales, como Adela, arrastran consigo el fantasma de la decepción. Un poco malas o, mejor: inconvenientes, las primeras; demasiado buena y entregada la segunda. A esta, sin embargo, debemos que Arturo acabe por sustituir su proyecto de ensayo por la narrativa en esta novela, viniendo a coincidir conmigo en que las razones morales más punzantes provienen quizás de la literatura –los litigios entre Naphta y Settembrini en La montaña mágica mostrarían, de forma fehaciente, literariamente perfecta, todo lo que se pierden los discursos desprovistos de réplica, como el de la filosofía moral– cerrando de manera harto inteligente el círculo complementario que lleva de la ética a la estética y de esta, en inexcusable retorno, a la primera.