«Anora»: cegada por el brillo
Por Paco Martínez-Abarca.
Con el reciente estreno en salas de Anora, la nueva película de Sean Baker, podríamos pensar que The Florida Project (2017), una de sus películas más conocidas, podría ser en realidad un espejismo, y que quizás, ahora, después de haber visto Anora, interpretaremos de manera diferente.
Sin duda, en su última película, se han consolidado algunas características que Sean Baker (Nueva Jersey, 1971) ha ido mostrando durante más o menos toda su filmografía, pero también son apreciables algunas diferencias notorias. Y es que la ternura y la vitalidad tan propias del cineasta estadounidense, en The Florida Project no se mezclaba explícitamente (ni en planificación o montaje) con la práctica de la prostitución, porque el cineasta se ubicaba dentro del mundo de niños, donde lo que sucedía en cada una de las habitaciones del motel no irrumpía (hasta el final) de manera abrupta en su mundo infantil. Ahí quedan las escenas en las que Moonee (Brooklyn Prince) juega con muñecos en la bañera de la estancia, mientras que su madre Halley (Bria Vinaite) pone a todo volumen la misma música con la que ambas bailan, para que la pequeña no escuche nada mientras ella ejerce la prostitución en la habitación de al lado. La prostitución se convierte en la única vía para la madre de Moonee, quien aún sabiendo que lo que está haciendo puede no ser la solución, se entrega con tal de mantener a su hija, y sobre todo, evitar que se la lleven los servicios sociales. Y es así, en una situación límite, la forma en que Sean Baker también se entrega como ella, y la acompaña conociendo el peligro que conlleva, pero sabiendo que todo es por el amor que tiene por su hija. Y esto es algo que se pueda llegar a echar en falta en su última y premiada película, Anora, donde la protagonista, Ani (Mikey Madison), se entrega a esa tan visiblemente débil propuesta de amor por parte de Ivan (Mark Eydelshteyn) y en la que Sean Baker aprovecha para entregarse con ella en una forma cinematográfica tan desatada como el desenfreno sexual que tienen sus personajes, una explosión de deseos impetuosos que en realidad se convierten en una forma de dejar a la intemperie a Ani.
Como todo lo que surge tiene siempre sus precedentes, algunas de las cosas que vemos en Anora pueden apreciarse en muchas de sus películas anteriores. La tendencia que ha ido marcando Sean Baker termina por desbocarse en su última película, sobre todo si tenemos en cuenta que ya 12 años atrás rueda una película como es Starlet. Este film recoge por primera vez las temáticas de la pornografía y la prostitución, y hasta cierto momento de la película, lo que filma en realidad tiene mucha ternura, especialmente en la forma de retratar esa poco habitual amistad entre una anciana y la joven que ha descubierto varios miles de dólares dentro del termo que le ha comprado en un mercadillo. Más allá de esta mirada tan Bakeriana, que por supuesto conforma la columna vertebral del film, el cineasta se acercó por primera vez al mundo de la pornografía, donde la secuencia del rodaje de la película de adultos es ejemplo, rodándola en una posición cercana a la de los creadores de películas porno, y provocando así una ruptura con la ternuna con la que ha tratado el resto de la trama. Este contraste, que es uno de los puntos más interesantes de Starlet, es también, después de que se haya estrenado Anora, uno de los precedentes donde es más visible que Sean Baker acepta a estas personas y les da la dignidad completa que merecen como seres humanos. Pero con la última premiada en Cannes, ahora descubrimos que Baker tampoco cuestiona la industria sexual y que obvia, de manera algo impropia con su cine precedente, las consecuencias y sacrificios personales que supone la práctica de este oficio y todo lo que ello significa, porque la mirada de Baker exime de cualquier responsabilidad a todos los hombres que se aprovechan de Ani y del resto de trabajadoras sexuales y también, exime de cualquier responsabilidad a los consumidores que, en definitiva, son quienes hacen posible que todavía exista esta industria.
En todo caso, es innegable que Sean Baker continúa reflejando algunas de las inquietudes que le han hecho ser quien es. Su protagonista es, otra vez, una soñadora del extrarradio. Una persona a la que la vida ha tratado mal y a la que ahora se le presenta la posibilidad de vivir una vida mejor. Esa ilusión (fugaz) de Ani, es justamente aquello que el cineasta de Nueva Jersey quiere contarnos con su película. La creciente presión de esa familia rusa, que acecha en cada escena de la segunda mitad, y cómo a la protagonista se le van cerrando poco a poco las salidas, sin que deje hasta el último momento de querer vivir esa vida que se le ha prometido, es donde reside toda la fuerza de Anora. Es solo en el final, donde una Ani, ahora sí derrotada, se lanza hacia el único hombre que ha transgredido las normas para ayudarla. Y ella, queriendo quizás mostrarse agradecida con él, hace lo único que conoce o por lo único que la valoran. Es justamente, en este final, en esta expresión contenida y confusa de sentimientos y reconocimientos, donde Sean Baker más se acerca a la ternura realista, pero siempre humana, a la que nos tenía acostumbrados.