«La piel del paisajista», de Carlos de Oliveira
Por Jorge de Arco.
En edición bilingüe y con traducción de José Ángel Cilleruelo, ve la luz La piel del paisajista (Fundación Ortega Muñoz. Badajoz, 2024), una antología que reúne una atractiva muestra de los poemarios editados por el autor brasileño (Belem, 1921 – 1981). Con tan solo dos años, su familia, de origen portugués, regresó a su país natal. Tras licenciarse en Historia y Filosofía por la Universidad de Coimbra, Carlos de Oliveira vivió en Lisboa, si bien viajó con frecuencia a la región norteña de A Gândara, territorio protagonista de muchas de sus composiciones.
Además de sus cinco novelas, recogió todo su quehacer lírico en Trabalho Poético (1978). Él mismo se afanó en separar en dos partes bien diferenciadas su decir: lo escrito antes de 1960, y lo pergeñado tras esta fecha.
José Ángel Cilleruelo incide en su prefacio, Paisaje transfigurado en piel, “en la dimensión omnímoda de lo natural de sus versos que no desprecia nada que exista desde las profundidades minerales de la tierra hasta las más recónditas estrellas del cosmos”; y, a su vez, recuerda las palabras del propio autor cuando declaraba: “Me preguntan aún por qué hablo de la infancia. ¿Por qué habría de ser? La sequedad, la aridez de este lenguaje la fabrico y se fabrica en parte de materiales procedentes de lejos: arcilla, cal, árboles, musgo. Y personas, en una gran soledad de arena. El paisaje de la infancia que no es ningún paraíso perdido, sino la pobreza, el despojamiento, la carencia de casi todo”.
Desde ese vínculo milenario entre el ser humano y la naturaleza se articula, pues, una amplia y significativa representación del quehacer de Carlos de Oliveira. Ese telón de fondo que lo circundó, ese binomio que forma la civilización y lo salvaje, provocaron en el sujeto lírico un sólito asombro, un cálido estupor:
Las palabras
resplandecen
en el bosque del sueño
Y su rumor
de corzas perseguidas
ágil y esquivo
como el viento
habla de amor
y soledad:
quien os hiera
no hiere en vano,
palabras.
La mágica Amazonia donde nació el poeta está reflejada en su universo creador y es principal actante de sus escritos. En esta compilación, hay muy bellos ejemplos de cómo los árboles, los bosques, los ríos… parecen estar programados para la eternidad, mientras el hombre no alcanza más allá de un instante. Y, precisamente, de esa dicotomía entre lo eterno y lo fugaz, se vale Carlos de Oliveira para inventariar su sólito mensaje:
Entonces veo
en el fulgor más antiguo
el árbol solitario,
las ramas donde posan
las aves
de otros libros,
y presiento
las raíces
en el cuarzo
donde la familia duerme
con los huesos dispuestos
en una arquitectura
escabrosa
de símbolos
Desde su primer poemario publicado en 1942, Turismo, hasta Pastoral (1977), su verbo fue ahondando en lo que él mismo consideraba su destino: “cada paso, libro, circunstancia, opción, pasión, me ha conducido siempre a un bosque”. Desde él, desde ellos, su palabra se reafirma como piedra angular de estas páginas en las que el lector puede aspirar el aroma de las flores, de los frutos que se abren y que se agitan junto a sus raíces, que se empapan de agua, que se calientan al sol y se tornan, al cabo, verso amante y cómplice:
Sueños
enormes como cedros
que es necesario
transportar desde lejos
a hombros
para encontrar
en el invierno de la memoria
este rumor
de lumbre:
tu perfume,
leña
de la melancolía
Una antología, en suma, donde late la esperanza y el ayer, la verdad y el sueño, y que se hace unánime en su signo y su alianza: “En la sombra siento: un rumor de larvas y semillas, el amor que soy capaz de mostrar por la vida y por los otros; el apuntar de alguna flor negra que despierta, un ritmo de versos; caprichos de la botánica o desvíos del alma; el viento de la armonía inmerso entre tallos sanguíneos y rugosos; la breve tempestad de las conchas y de los peces, la gran solidaridad que os debo”.