Luis Bermejo en el verso y reverso del tener que hacer
Horacio Otheguy Riveira.
Con gran dominio de sus muchos recursos, Luis Bermejo saca adelante un show que a algunos puede parecer continuación de su admirable El minuto del payaso, de otro autor, José Ramón Fernández, aquí descabalgado de todo planteamiento orgánico. Se trata de un clown que no brota de la pista circense, sino de la puerta de su casa, saliendo al mundo para instalarse en un banco de plaza desde donde ascender al olimpo de un vacío existencial superpoblado de palabras.
Un ejercicio con clara influencia de Samuel Becket, al arrancar a un hombre de toda cotidianidad establecida y dejarlo navegando entre personajes imaginarios, apenas esbozados, sin otro rumbo que el de no ir a ninguna parte.
Bermejo es un crack, sin duda. Saca partido a los menores detalles desde que nos sentamos en el patio de butacas y le vemos prepararse: ejercicios vocales y físicos y miradas de refilón hacia la lenta llegada de un público que se instala con la sonrisa y los aplausos puestos, seguro de que el del escenario no le defraudará, y es que recientemente se le aplaudió con entusiasmo en varias funciones, una de este mismo autor, Los que hablan, y otra muy distinta, El traje, además del conocimiento de su amplia trayectoria en otros medios, pues su talento innegable le permite destacar incluso en personajes breves, aparentemente anodinos.
Demasiadamente palabrero
El autor, Pablo Rosal, tiene un lado humorístico a secas y otro, más ambicioso, en el que profundiza sobre la inmensa soledad de nuestro perfil social, siempre dependiendo de quehaceres y responsabilidades, y con ambas partes de sí mismo (la de la risa y la filosófica) compone un monólogo a la altura del “luminoso cómico” Luis Bermejo: sobre este y su histriónica capacidad yace (y nunca mejor dicho) la monotonía del texto, demasiadamente (sic) imbuido de una parafernalia verborreica ante la cual uno puede dormirse y al despertar no cambia nada… actor y personaje siguen dale que te pego…
… se yuxtaponen en un desorbitado juego que hace recomendable la función solo por el intérprete que se la juega en una sala de la que no se puede salir iniciada la función, hecho festejado diabólica y tiernamente por él mismo que, palabra va, palabra viene, al final —¡oh, benditos dioses de la paz escénica!—, se nos queda mirando, impávido, al fin callado, ligeramente mustio y con unos ojos suficientemente tristes como para que indaguemos —a solas ya con nosotros mismos o en compañía de otros— sobre la angustia que subyace en el maremágnum de vocablos que compuso el dramaturgo.
Autoría y dirección: Pablo Rosal
Elenco: Luis Bermejo
Una producción de Teatro del Barrio