Un cuento de Navidad
No recuerdo si fue en enero de este año o en abril del año pasado que, volviendo de un viaje a Londres, con la lectura del momento terminada prematuramente, busqué en la memoria del ebook a ver qué podía leer que me permitiera aliviar el peñazo del avión (a mi pesar, detesto dormir en los transportes). Supongo que fue enero porque escogí el Cuento de Navidad de Dickens, el original.
Durante años he sido un negacionista de la Navidad. Cuando uno ha tenido una infancia muy feliz, como es mi caso, las comparaciones son odiosas. Las mesas cada vez son más pequeñas; los festines, más austeros; el ánimo se desdobla, enrarecido, cuando a los mayores la vida los ha fragmentado a base de palizas y los ancianos han sacado el famoso billete de no retorno a la otra orilla.
Para más inri, resulta que mi cumpleaños cae por esas fechas. Más recuerdos para la saca de este fanfarrón con ínfulas de Papá Noel. La familia materna sentada en el salón de la abuela Teresa, que en paz descanse. Los tíos paternos disparándose chascarrillos antes y después de hacernos salir a los niños «para que viniera Papá Noel» (el de verdad, no el gruñón al teclado). Las gélidas esperas en el Astra de mis padres, aparcado en Guarnizo, con el termómetro bailando el baile de los equilibristas entre el uno y el cero. Y uno de los más carismáticos, a mi parecer: la cabalgata del cinco de enero que recorría los barrios y repartía, con antelación de unas horas, el primer regalo en uno de los garajes del nuestro, llenando de magia ese rincón remoto a la orilla de las marismas.
Cómo no voy a comparar. Entiéndanme. La adultez (que no el adulterio) tiene sus cosas buenas y sus cosas mediocres. No viene sola. Cuando te dan el testigo, de este caen, desdoblándose, los pliegues de un larguísimo pergamino, como en los dibujos animados. La responsabilidad de recuperar una Navidad de infancia ahora te corresponde a ti. Será el producto de lo que sepas crear, jodido equilibrista, equilibrando los rescoldos de la familia que te trajo al mundo y la que formes tú.
Y miras el saco lleno. Y miras otro saco vacío. Y te metes las manos en los bolsillos.
Llegan estas fechas de mediados de noviembre y el turrón lleva ya un mes en los expositores. Tonto el último. Y es para plantearse, ¿cómo voy a disfrutar este año de las fiestas con la que está cayendo?
Señalaré Valencia. Gente, familias enteras, que lo han perdido todo, incluso a sus seres queridos. Espantoso. Y mientras, ¿qué? Un duelo de cuchillos envenenados en cualquier canal de televisión, por no mentar el corral de tiburones en el que se han convertido las redes sociales. Politicuchos de corbata y patinete enfrascándose en peleas de patio escolar, repartiéndose las culpas con la cortesía de olvidarse siempre de considerar su parte. ¿A eso hemos llegado? ¿A este clima prologado de guerra civil? ¿A la sedimentación de discursos populistas de ambos colores, que han sido capaces de fosilizar el espíritu cívico y cubrirlo de un terreno yermo para el diálogo?
Hoy tenía el día libre. He madrugado. En un ratito iré a la radio a una entrevista.
Por alguna razón, mientras daba vueltas en la cama, despierto, cuidadoso de no aplastar al chihuahua, recordaba el Cuento de Navidad de Dickens. En esa idílica Troya de los recuerdos, los tíos, cuando cenaban en Nochebuena, discutían sobre política desde la seguridad de las buenas intenciones, se vacilaban los unos a los otros, escuchaban. Por raro que parezca, llegaban al turrón y a las partiditas de bingo sin despedazarse. Primaba, pues, la persona sobre la ideología. Algo que Dickens fue capaz de enseñar a través de los fantasmas a su huraño protagonista, afanado en ver las carcasas y no profundizar en la personalidad.
Cuánto debemos reaprender.