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‘La última noche en Tremor’: Para este viaje no hacían falta alforjas

Por Carlos Ortega Pardo.

Si hay algo de las series de producción nacional —y de no pocas películas de la moderna filmografía patria— que me saca de mis casillas es la ingente cantidad de metraje malgastada en mostrarnos a sus protagonistas comiendo mientras hablan de chorradas. Desayuno, comida, merienda, cena y, a veces, hasta el resopón, con profusión de invitados de última hora y sus conversaciones inanes, se han convertido en un peaje ineludible para los espectadores. Lo que empezó como estrategia descarada de product placement —me acuerdo, por ejemplo, de ‘Médico de familia’ (1995-1999), cuyos protagonistas pasaban buena parte de su existencia en la cocina para poder así exhibir las correspondientes marcas de alimentación—, ha acabado convertida en engorrosísima seña de identidad de un audiovisual que no extraña tenga tantos detractores, pues no aporta absolutamente nada al desarrollo de las tramas —al contrario, se trata de una rémora ralentizadora y desesperante— y me temo que sólo sirve para encubrir una falta de imaginación —y de talento narrativo— no por generalizada menos alarmante.

‘La última noche en Tremor’, que se nos vende como un thriller psicológico de notas polanskianas, tarda apenas minutos en engolfarse en la antedicha fijación gastronómica, hasta tal punto que se le dedican ocho episodios de más de una hora a una historia que podría haberse finiquitado perfectamente en los noventa minutos antaño de uso. Porque, dicte lo que dicte el algoritmo de Netflix, no todo es susceptible de serialización; salvo, claro está, que un argumento tan sencillo —y, sin embargo, sugestivo, a priori al menos— como el de un tipo al que le cae un rayo y le queda la secuela de sufrir visiones espeluznantes, se engorde con numerosos pasajes intrascendentes y el sonrojante componente melodramático y costumbrista igualmente muy del gusto de nuestros realizadores: los incordios de un divorcio con hijos —una adolescente redicha y un niño con problemas para cagar a solas, encima eso— y el improbable romance del laureadísimo compositor y la dueña de una pensión atesoran, en la mente de sus responsables, la misma importancia, si no más, que el misterio que vertebra la serie, sirviéndosenos, por ende, prolijamente descritos, para nuestro discutible deleite. Por no hablar de la obscena búsqueda del aplauso fácil que entraña un cuarto episodio absolutamente bochornoso, batiburrillo indigesto con «manada» francesa, mindfulness de vía estrecha y sororidad extrema.

Oriol Paulo es conocido por su tramposo, aunque indudablemente eficaz manejo del plot twist. No obstante, aquí se sabe desde bien pronto el dos de mayo —o el rosario de la aurora— en que va a acabar la función, en concreto durante la primera de las muchas, demasiadas cenitas a las que se nos obliga a asistir. No importa cuántos episodios queden por delante, cuántas idas de olla tenga Javier Rey ni cuántos pitillos culpables se fume —pide perdón cada vez que se enciende uno: a su padre, a su novia, al cosmos; como si todo el peso de una ley antitabaco de alcance orwelliano fuera a caer sobre él—, ni cuántos polvos, incluso en contra del criterio médico, se eche con Ana Polvorosa —y no pretendía ser un juego de palabras—; que aproximadamente en torno al minuto 25 del primer capítulo el desenlace se nos revela ya de modo claro y distinto, por ponerlo en términos cartesianos. Queda, por tanto, la sensación de que «para este viaje no hacían falta alforjas» o, de nuevo en román paladino, que se nos ha hecho perder el tiempo miserable e irreparablemente. De entre tamaño y hypeadísimo despropósito sólo cabe salvar la resurrección —y reinvención— de Guillermo Toledo en un rol de encomiable turbidez, lo cual, en cualquier caso, no justifica ni de lejos las nueve horas, nueve, de nuestro tiempo, más o menos precioso, que demanda de nosotros ‘La última noche en Tremor’.

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