Relaciones y operaciones
El otro día anuncié por redes, de forma casual, que había pasado un par de meses fastidiado. La salud se resiente con los años. Nada nuevo bajo el sol. Pero cierto tipo de dolencias hace que salten todas las alarmas. Las estroboscopicas de la conciencia rotan rojas y azules, y las sirenas de la preocupación le dejan a uno con tal sordera que es incapaz de oír las palabras amables.
El proceso fue el habitual. Molestias menores, cita médica, control, molestias mayores, citas con el especialista a meses vista, hielo, ansiedad, dolor, dolor, dolor, mejoría, visitas médicas y pruebas. Por suerte he salido indemne. Nunca se sabrá a ciencia cierta que he tenido, pero me han revisado como a un Tesla y cada circuito funciona correctamente. De haberme llevado al taller en el punto álgido del dolor se hubiera resuelto el enigma ahorrándome semanas de oscuras deliberaciones. No pudo ser.
Mi madre es médico. He crecido en un centro de salud y, como cualquiera, a veces me ha tocado visitar el hospital (en mi caso, Valdecilla). Agradezco que en general he tenido una buena salud y que estas visitas o bien eran por familiares (lo cual tampoco es de agradecer, entiéndanme) o debidas a mi frenesí adolescente al practicar deporte. Con este palmarés debería estar habituado a los pasillos antisépticos y a las pantallas donde se reproducen, en ciclo, extracciones de sangre.
Pues no.
Una de las pruebas a las que me sometieron fueron las analíticas. De ambos tipos.
La noche antes de recibir el pinchacito no dormí. Vuelta para acá, para allá, sudores fríos. Todo para llegar con decisión al pabellón externo del Jiménez Díaz y que no apareciera el volante. Y más vueltas y vueltas, esta vez en las instalaciones médicas.
Tuve suerte y bastó con un pinchazo. Creo que apreté demasiado, pero el dolor de la prueba fue mínimo. Sin embargo, la imaginación del escritor, esa lubricada máquina a la que uno agradece pintar paisajes con palabras, es, con vulgaridad, una putada. Cierras los ojos con el anuncio de Spotify creyendo haber ganado la batalla al aislarte y de repente visualizas la afilada punta, engrandecida (por supuesto), penetrando despacio, despacio, despacio en la dermis y en la vena. Como si te estuvieran arrancando las falanges con alicates. Y la has liado, pollito. Porque has aceptado una tortura china por voluntad propia y, ojo, por tu propio bien.
Claro que luego cuando suben los resultados a la aplicación y entran dentro de la normalidad, te relajas. Es la etapa previa a que la cabeza descubra que descartar unas patologías reduce el círculo. Que en el juego de la silla Gran C sigue rondando, literalmente, los cojones.
Así que continúan las pruebas. Los tocamientos. Las palpaciones. Y el día marcado fosforito en el calendario el especialista te indica que no hay ninguna anomalía. Vaya, que estás como un roble, chavalote. Pudo haber sido esto o aquello, pero no te preocupes, los dolores remitirán y a controlarlo con tu médico de cabecera.
Luego permitimos (yo el primero) que los políticos se llenen los bolsillos con nuestros imperios, hacinados en casoplones cimentados sobre un océano de polvo blanco, llenándose la boca con discursos populistas e insultos de parvulario. Pero Sanidad y Educación, castigadas mirando a la pared rosa.
Cuando uno está decaído suele tener mucho tiempo para disertar sobre el concepto «deprimente». Y llegué a una correlación absurda: las relaciones y los procedimientos médicos siguen el mismo patrón. Partimos de lo sano, luego la enfermedad/toxicidad, y el miedo ante la decisión inminente en un punto en que el dolor nos atrapa y moldea a su voluntad: la ruptura o la operación. Un breve momento en el que se concentra el sumun de la angustia y del dolor. Un plazo muy corto en comparación con la agonía sostenida.
Y, después, paulatinamente, la mejoría.