La habitación de al lado (Pedro Almodóvar, 2024)

Por Jordi Campeny.

“De nuevo nevaba. Soñoliento, vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo a Poniente.”

El escritor irlandés James Joyce publicó en 1914 su célebre colección de relatos Dublineses, cuyo último título, Los muertos -considerado como uno de los mejores cuentos jamás escritos- nos lleva a unos bulliciosos festejos navideños, detrás de los cuales se agazapa una profunda y epifánica reflexión sobre la muerte.

En 1987, el director norteamericano John Huston firmó su testamento cinematográfico adaptando el relato de Joyce. Huston, quien rodó la película en silla de ruedas y con máscara de oxígeno, consiguió una admirable, íntima y bellísima carta de despedida que contenía toda la hondura reflexiva del texto del irlandés.

Martha (Tilda Swinton) e Ingrid (Julianne Moore) recitan hasta en tres ocasiones el fragmento final del cuento de Joyce/película de Huston en unas escenas reverberantes, hermosas y, nuevamente, epifánicas, del primer largometraje rodado en inglés de Pedro Almodóvar, La habitación de al lado; su obra más sobria, serena y trascendente.

Adaptando, a su vez, la novela Cuál es tu tormento, de la escritora estadounidense Sigrid Nunez,Almodóvar ofrece una película en la que escarba y encuentra un sentido profundo y diáfano en los grandes temas: la muerte, la piedad, el profundo valor de la amistad o la dignidad. Como les sucede a muchos maestros en el ocaso de sus carreras, el manchego ha ido soltando lastre con los años, abandonando excesos y su tendencia al barroquismo, logrando -en una deriva de clara depuración de su estilo que se inició con Julieta (2016) y se afianzó en Dolor y gloria (2019)- películas más directas y transparentes, con menos turbulencias o retruécanos.

A pesar de ello, los que amamos a Almodóvar asistimos embelesados a este nuevo meandro, puesto que, por una alquimia que roza el hechizo, cuanto más se aleja de sí mismo, más puramente almodovariano se revela. Cuanto más desenreda la madeja, o desbroza su bosque interior, más clara aparece la esencia, más diáfano su núcleo.

La habitación de al lado -melodrama que rehúye lo melodramático- muestra las últimas semanas de vida de Martha, antigua reportera de guerra, quien, tras un aciago diagnóstico de cáncer, decide dejar este mundo antes que los zarpazos de la enfermedad se ceben con ella y la aniquilen lentamente. Para ello, solicita la ayuda de una antigua amiga, Ingrid, quien, a pesar de que le espanta la muerte, termina aceptando. Juntas emprenden un hipnótico, doloroso y extrañamente dulce viaje a lo desconocido.

La primera parte de la película, un tanto más verborreica y digresiva -con algunos flashbacks que han hecho levantar la ceja a más de uno- nos narra el pasado de Martha, ofreciendo algunas subtramas que se alejan levemente del tronco principal. Paulatinamente va centrándose en ellas dos -vuelve a la esencia, al núcleo- para acabar componiendo una dolorosa y hermosísima sinfonía que vuela muy alto y que atraviesa al espectador, llegando a apaciguar algún miedo atávico, como el que nos enfrenta a nuestra propia desaparición.

La habitación de al lado, deudora de Douglas Sirk y de Ingmar Bergman, no sería lo que es sin el majestuoso e inolvidable trabajo de sus dos actrices protagonistas. Swinton y Moore, pura contención, logran la simbiosis perfecta y una de las interpretaciones esenciales -sin duda así será; al tiempo- de sus vastísimas carreras. La habitación de al lado, casi una pieza de cámara, no sería lo que es sin la misteriosa y apabullante partitura de Alberto Iglesias, ni la artificiosa y fantasmagórica fotografía de Eduard Grau. Ni sin el arrojo de su creador, ya sin miedo a nada.

La habitación de al lado es la estancia donde Ingrid espera que Martha muera finalmente, pero es también metáfora de nuestro escondrijo de cobardes cuando la tragedia no nos estalla en la cara. Es donde nos cobijamos mientras el vecino sufre, nuestros padres languidecen o el mundo arde. ¿Dónde estamos, sino en la habitación de al lado, mientras mueren desventrados los niños en Gaza, cada día?

A pesar de todo ello, la película se sitúa en el polo opuesto al pesimismo o la amargura. De hecho, en un arriesgadísimo y casi filosófico gesto final, da continuidad natural a la vida tras la muerte -diríase que Almodóvar mata a la muerte-. Nada cambia, todo sigue; la nieve vuelve a caer, hermosa y melancólica.

“Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.”

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