En el vértigo del asombro

José Luis Trullo.- A despecho de lo que proclama la ideología dominante en el siglo XXI, el padre (el real, el de carne y hueso; al que si pinchas, sangra) no es el gran beneficiado histórico del “patriarcado”, sino su primera víctima. Su figura fantasmal, a pesar de detentar todos los poderes formales y materiales, aparece despojado de cualquier otra extensión en el ámbito de los afectos y de las emociones. Se diría que la autoridad que le concede la ley se la niega el corazón. Tan remoto resultaba que, para recobrar el contacto con sus criaturas, el Padre bíblico tuvo que enviarnos a su Hijo (aunque fuese al coste de relegar a José, el carpintero, a mero pasmarote de un evento que le sobrepasaba). La hegemonía pública del padre a lo largo de nuestra historia le ha supuesto la práctica desaparición del orden de lo privado: los padres no cocinaban, no tendían la ropa, no cosían, no cambiaban pañales… en el mejor de los casos, arreglaban algún que otro grifo o cambiaban los fusibles si se fundían los plomos. Ah, también detentaba el monopolio de la violencia (salvedad hecha de la maternal zapatilla voladora).

Esto, por suerte para todos, ya ha cambiado. Los hombres también nos hemos liberado del patriarcado (aunque esta sea una revolución de la que apenas nadie habla, quizás porque las auténticas transformaciones sociales son mudas). Hemos aprendido a cocinar -para nosotros y también para otros-, a hacer la colada, a llevar una casa… de acuerdo, a coser no, pero eso tampoco saben hacerlo la mayoría de las mujeres de nuestra época. Por desgracia, también hemos dejado de arreglar grifos (no se puede hacer todo). Pero, por encima de cualquier otra cosa, hemos descubierto la paternidad: la auténtica, no la nominal. En el siglo XXI, (la mayoría de) los hombres, al fin, ya somos padres en el sentido más entrañable del término: entregados, responsables, sacrificados. Cierto es que crece el número de los eunucos, y no son pocos los “ausentes” que ni están, ni se les espera. Pero lo que resulta innegable es que, quizás por primera vez en la historia de la humanidad, los padres comparecemos en público como personas y no como meros símbolos.

Esta metamorfosis del padre ha obtenido cierto eco en los últimos tiempos también en los medios literarios de nuestro país. Autores como Sergio del Molino, Jesús Cotta o Juan Soto Ivars han manifestado por escrito y sin ambages la importancia crucial que ha tenido para ellos la paternidad, ya no sólo en términos estrictamente íntimos, sino cósmicos: el ser padre les (nos) ha supuesto una auténtica epifanía de la más plena humanidad. Personalmente, atesoro en mi memoria las observaciones que un Elias Canetti o un Peter Handke plasmaron en sus cuadernos de apuntes en el mismo sentido. Yo mismo tuve el privilegio de preparar una antología de textos sobre el tema, titulada Fili Mei. Los aforistas y la paternidad, en la cual los autores desarrollaban, cada cual a su manera, una idea común: la de que acompañar, proteger y ayudar a crecer a esa persona a cuya llegada al mundo has contribuido, al menos, en alícuota responsabilidad con su gestante (pues no olvidemos que un hijo no es “una parte del cuerpo de su madre”, sino un ser digno de amor y respeto desde el primer minuto), no es una experiencia cualquiera, equiparable a la de vivir con un gato o con un loro: no, la paternidad es un desafío antropológico extremadamente denso en significados existenciales, pues te obliga sin cesar a vivir tu propia vida “en el vértigo del asombro” ante la ajena: y quien no lo afronta y asume, sin duda comprende menos su ubicación en el mundo que quienes, mejor o peor, sí lo estamos haciendo.

 

 

En este contexto, la publicación de El descampado de las urracas, del escritor Aníbal Cristobo, constituye un nuevo eslabón en esta cadena que se alarga cada día que pasa. Leyendo los textos que componen el libro (tanto poemas como prosas poéticas y apuntes de diario), asistimos a la intrépida peripecia de un hombre que, en cuanto padre primerizo, se reconoce sentirse “guiado por su hija” en el descubrimiento del mejor modo de ejercer su propia responsabilidad (que es suya y solo suya: aquí no se admiten las delegaciones). Son estampas cotidianas plenas de esos microsignificados gracias a los cuales es cómo los humanos realmente asumimos las macroverdades: anécdotas de apariencia anodina -un cumpleaños infantil, una visita a la biblioteca-, pero que son las que van tejiendo una malla de revelaciones suculentas para un ojo alerta (ese “estar atento” del que habla el poeta) y una mano diestra, siempre dudando entre transcribirlo todo, por su precioso valor, o decantarlo para que resulte más eficiente su conmemoración. Ese intento de “captar el instante” que todos los padres soñamos con preservar de la usura del tiempo es lo que sostiene El descampado de las urracas: un esfuerzo hercúleo, en su modestia, por tratar de olvidar que ese pedacito de vida plena que compartimos con nuestras hijas, cuando eran niñas, siempre está “listo para ser arrasado”. Tal vez nos hayamos quedado con ganas de más (¡cuántas cosas habrán compartido de las que nunca tendremos noticia!), pero con el breve extracto que ha dado a la imprenta, el autor realiza una importante contribución a la lenta e inexorable incorporación de la figura del padre a la literatura, con todos los honores que hasta ahora se le han venido negando.

 

 

 

 

 

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