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«Arquitectura del sueño», de Javier Mateo Hidalgo

Por Rosa Campos Gómez.

La mirada creativa, en su necesidad de observar y comunicar lo sentido, anida en la percepción vigía que mantiene Javier Mateo Hidalgo ante la vida y lo que acontece en ella, de eso trata Arquitectura del sueño (Huerga y Fierro, 2024), cuestiones que construyen su realidad y que quedan reflejadas en sus libros —poesía: El mar vertical (Ayto. de Madrid), Ataraxia (Almadenes), La imagen sonora (Vitruvio), e investigación: De la llegada en tren a la salida en caravana: 126 hitos de la historia del cine (1895-2021) (NPQ)— y en sus artículos en diferentes medios.

Javier Mateo Hidalgo, doctor en Bellas Artes, profesor y escritor madrileño, ha contado con Eugenio Rivera para el diseño de la portada de este poemario formado por doce espacios habitados por la mecha que enciende lo onírico. Se inicia con Nota preliminar desde la que el propio autor nos allana el camino: “Tal vez ‘la construcción de ese templo’, por cuanto tiene de simbólico, sea semejante a la edificación de los sueños, siempre de trama laberíntica”, y, con plena consciencia del atractivo que supone toda asimetría, en él nos introducimos.

Versos de nuestra mejor cosecha literaria y musical, capaces de enlazar en desenvuelta paráfrasis seis siglos, acuden con urgencia a la memoria: “que toda la vida es sueño/ y los sueños/ sueños son” y “que todo en la vida es cine / y los sueños, / cine son” nada más leer Se enciende la linterna mágica, y confirmamos esa afinidad con Calderón de la Barca y con Aute cuando continúa: “es mejor aliarse con el cine, / pues tiene la llave hermana del sueño/ y, de soñar, es preferible despierto”.

Sabemos, quienes leemos sus trabajos, que bebe de distintas fuentes tragos largos que fluyen por cauces bien sedimentados. Su conocimiento de las diferentes disciplinas artísticas —junto a la práctica de muchas de ellas— le permite construir mundos en los que el lenguaje más íntimo, a la vez que universal, le sirve para este ensoñador alzado que permite aflorar a aquello que alberga el inconsciente, como si Freud estuviera asomado a alguna de las ventanas de tan estructurado edificio y le ayudara a desvestirse para reconocerse y acudir a su propio encuentro.

Hay un poder nada esquivo en todo su ayer, desde el minuto más remoto al más cercano, donde caben Bécquer, la física cuántica y la modernidad, junto a lo religioso aprehendido y después particularizado, “ballena sin Jonás”, y sabe de la necesidad de ver para reconfigurarse “Soy el público que contempla, / en religioso silencio, el espectáculo…”

En Cimientos, la solidez de las raíces que lo agarran al suelo para darle fuerza en su movimiento vital queda reflejada con nitidez, “las mudanzas son necesarias, / aunque nuestros muebles sigan siempre acompañándonos”, y ahonda en el lugar de lo que somos, de nuestra construcción constante, del “inconsciente vivo en la perfecta arquitectura del sueño”, sabiéndose diferente, “me cubro con mis votos, / aunque me acompaña tu música”, porque al fin y al cabo “todos eran yo, yo era todos”.

Portada. Sobre la puerta del templo “un extraño alfabeto de letras románicas horadadas” donde “dormían versos” con los que “niños atemorizados, leyéndolas, volvemos a ser”, y frente al dolor infligido por tanto dogma inculcado, la alegría del caminar de San Francisco “él, que cantó a la naturaleza viva / y no muerta, / prefirió adorar lo que palpitaba”.

Con Vigilia nos interroga: “¿Cómo la casa que habita un Dios puede conformarse con arquitectura visible?”, invitándonos a detenernos, a mirarnos en la contradicción.

En Vidriera y campanile se entiende que solo la luz da calor, “esa presencia que todo lo inunda / la verdadera habitante no invitada”, y por la que asciende, “como polvo de estrellas / que somos, se llega a las alturas”, también con “los ángeles de Chagall (…) en lugar de huir/ de la muerte, /negritud del no existir”.

En Refectorio crea atmósfera de símbolo y misterio la mística gestada por la amistad imperecedera, emparentada con la pintura de Zurbarán y de Leonardo, donde evidencia el valor de lo hablado y compartido, “nos conformaremos con ser recordados / a través de la palabra que talla”. Todo es ahí necesario, como la excelsa petición: “no dejes nunca de amanecer la noche”, e incluso la confesión propia.

En el claustro se respira el sosiego de la naturaleza resguardada, “llegada al oasis. / Piso su vergel, llego a su centro”, donde se percibe la vida, “desde este cuadrado de tierra se oye / la voz de otros labradores / que celebran sus fiestas”.

Celda conlleva a la premura del sanador ascetismo, “déjame entrar en tu laboratorio en penumbra”, donde persiste y consigue.

Pandemario. La transformación que produce lo vivido se da cuando hay “días como piezas de bisagra” que saben distribuir, y se reinicia el ansiado “caminar hasta que las piernas no respondan”.

En la biblioteca viajamos a Japón donde olemos y miramos, “pétalos rosas / de la precoz sakura / viento cálido/ de la mañana”, sintiendo la brisa. Y cuando “bajo el cielo gris/ reguero de paraguas, / como un dibujo / de Hiroshige”, convocamos en la memoria las jornadas de lluvia que recogió el pintor en sus estampas, como hicieron los impresionistas.

Y llegamos a Deambulatorio y salida de este recorrido con efecto catártico para su autor —“el mundo es una fiesta / y ya la catedral no se divisa”, ya “solo es un punto en el campo, / recuerdo de un pasado / cada vez más difuso”— y, muy probablemente, para quienes se sumerjan en su lectura.

La Arquitectura del sueño emerge con altura en Javier Mateo Hidalgo, que no cesa de construir en la morada de su mente, habitada por su anhelo vital y por el afecto hacia quienes le han ayudado a derruir muros y a elevar paredes con puertas y ventanas para que todo pueda fluir, aunque a veces se torne espeso, en constante edificación, sellada con la calidez de lo ético y con lo certero de la poética del sentir.

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