El fútbol (y la Eurocopa) según Rafael Reig
Ahora que está todavía reciente el alborozo por la conquista de la Eurocopa de fútbol parece buen momento para hablar de Todo está perdonado, de Rafael Reig, novela que se estructura en torno a la Eurocopa de 2008, que dio comienzo al gran ciclo triunfal de la selección española, y que pese a ser policiaca dedica una buena cantidad de páginas a reflexionar sobre aquella selección, aquel torneo y aquella sociedad que se volcó en el primer triunfo en el fútbol internacional de la España moderna y democrática. Baste decir, para situarnos, que la investigación policial que es la trama de la novela se desarrolla en una España distópica sometida al imperio estadounidense y con un Madrid postapocalíptico inundado y navegable justo desde el debut de España en el torneo hasta la final y que este funciona como un telón de fondo omnipresente del que los policías están pendientes por la radio en la misma escena de un crimen y que a veces los obsesiona hasta el punto de rozar la alienación o algo similar: “-Oiga, oiga, un momento. La chica está bien, ¿verdad? ¿No le habrá hecho daño? -Está bien. Mañana es el gran día. Podemos, podemos. -Oé, oé, oé”.
La figura esencial para la reflexión sobre el fútbol es la del narrador, un policía jubilado salido de los cuerpos de seguridad del franquismo, “siempre al servicio del orden establecido” pero que ha “acabado detestando a quienes [le] pagan la nómina” y, desengañado de la democracia instaurada por lo que él mismo llama irónicamente “la Inmaculada Transición”, se ha dado ideológicamente a un cinismo no exento de cierta pulsión autoritaria que le hace precisamente desconfiar del nuevo fútbol asociativo, bienhumorado y metafóricamente democrático, que propone la nueva España de Luis Aragonés sustituyendo a la Furia anterior. Es lo que en otra ocasión hemos llamado el Estilo, con mayúscula porque enseguida se convirtió, con la ayuda del Barcelona de Guardiola (que, al contrario de lo que se ha repetido después hasta la saciedad, comenzó su ciclo de cuatro años prodigiosos justo después y no justo antes de la Eurocopa de 2008) y de su rivalidad con el Real Madrid, absurdamente distorsionada por la prensa y por José Mourinho, más que en una propuesta futbolística en un dogma de fe y una prueba de españolidad: España, hemos oído hasta este verano, debía jugar a toda costa al tiqui-taca y cualquier otra propuesta era poco menos que un suicidio futbolístico y una traición a la patria. Hasta que Luis de la Fuente entregó el ataque de la selección a Lamine Yamal y Nico Williams, esta obsesión de raigambre tan hispánica por la identidad, nos ha llevado, por ejemplo, a caer eliminados en los octavos de final de dos mundiales sucesivos después de dar mil pases para disparar una vez a puerta…
Pero estábamos hablando del 2008. El narrador, como puede adivinarse, es contrario al Estilo, cuyo valor ideológico percibe enseguida como una amenaza para la España católica e imperial que él no deja de añorar aunque, escarmentado por la experiencia, la desprecie. “Hay otra España”, dice con amargura, una España “sin individualidades” en la que todos creen “en la juventud por encima de la experiencia, en el trabajo en equipo, en la sociedad civil y en los buenos sentimientos” y en la que se mira mal a los defensores del caudillismo futbolístico que representaba Raúl, con su barbilla elevada como la de un conquistador al escuchar el himno nacional. El narrador, por supuesto es raulista y no perdona al seleccionador que lo privara de liderar (de acaudillar) a la selección campeona; por el contrario, le dedica una serie de comentarios mordaces que, para los que le vimos y, sobre todo, le oímos hablar, tienen una parte de verdad muy divertida. En primer lugar, la sospecha de que el tiqui-taca, más que por una idea genial, nació por serendipia: “Hizo falta la lesión de Torres para que Luis Aragonés, ese formidable cabezota, ese camandulero repleto de soberbia, alineara por fin juntos a Cesc, Iniesta, Silva y Xavi”. En segundo lugar, que Luis Aragonés era fundamentalmente antipático, como por otra parte demuestran tantas declaraciones suyas ofensivas y pretendidamente castizas: “nunca había soportado que le llamaran ‘el sabio de Hortaleza’ ni esa voz de hipnotizador con la que hacía creer que sus palabras significaban siempre más de lo que en realidad decía, que aquello tenía su intríngulis, como si hablara en cursiva”. Los nuevos líderes sobre el campo merecen también algún juicio, como Sergio Ramos en el partido contra Suecia, “sin iniciativa, como si antes de moverse tuviera que esperar a oír voces en el interior de su cabeza”.
El caso es que, frente a la obsesión por el Estilo que empezaba a imponerse, el narrador ve que hay otras formas de ganar y, sobre todo, las prefiere. Por ejemplo, la victoria contra Italia en los penaltis de los cuartos de final, que según la narrativa oficial “rompió el maleficio” e inauguró oficialmente el auge de la España futbolística al despojarnos de nuestra secular tendencia al mal fario, fue en realidad “un partido aburrido, grisáceo y trabajoso” en el que “el esférico se volvía cuadrado al tocar nuestras botas y avanzaba a tirones, sin ritmo ni alegría”, es decir, un partido menos vistoso, pero no por ello menos emocionante ni menos capaz de producir placer al espectador, “una guerra de atrición, tan sórdida pero tan sublime como cualquier otra”. No fue tan distinto de otra de las grandes victorias de la selección hasta entonces, el célebre 12-1 contra Malta, máximo exponente de la Furia con el seleccionador Miguel Muñoz “apopléjico, iracundo y con la corbata sobre el pecho desnudo [dándose] violentos puñetazos sobre los parietales” y con “una estampida de diez españoles unidos, avanzando hacia la portería enemiga [en la que] ya no había defensas ni centrocampistas, solo patriotas que corrían sin mirar atrás, todos con el honor de España en sus botas y el bastón de mariscal en la mochila”. En realidad, no es que el narrador solo admita la furia. De hecho, se declara igualmente admirador en su infancia de “la pasión del fútbol racial” y de “la precisión del fútbol de seda de Puskas y Gento”, pero en contra en todo caso “del fútbol técnico, burocrático, del fútbol sin brillo de las posiciones téoricas” y del “fútbol galáctico y espectacular de los grandes fichajes”. Ambas cosas nos pueden parecer hoy casi clichés, pero teniendo en cuenta que la novela se publicó en marzo de 2011, merece el crédito de haber intuido la evolución de una década larga de fútbol. En todo caso, nunca hay demasiado espacio para la solemnidad con Rafael Reig, que enseguida vuelve a hacer soltar una bravata a su personaje: “A pesar de lo cual fui, soy y seguiré siendo siempre raulista, porque un equipo materializa la voluntad del capitán, de un hombre superior, de un supremo arquitecto del juego”.
Así pues, como puede verse, mediante los dos modelos futbolísticos se contraponen en realidad dos modelos de españolidad, y Reig ironiza sobre ambos. En todo caso, viene a decir, es un debate ficticio porque todo está puesto al servicio de los poderes económicos, que se aprovechan de la ilusión de los aficionados (de los consumidores) trucando el mercado. Qué mejor ejemplo que el de las colecciones de cromos, imposibles de terminar: “Siempre había cuatro o cinco cromos que no salían ni a la de tres, como el león en Animales del Mundo o el de Pirri en los álbumes de la Liga, que aparecían en todos los sobres” como reclamo. Este es un ejemplo insignificante, pero a lo largo de la novela se insiste en muchas ocasiones en el modo como el poder aprovecha hipócritamente la alegría por los éxitos de la selección para lavar su imagen y ofrecer al pueblo una dosis de opio deportivo, desde la victoria frente a la URSS, el enemigo rojo, en la Eurocopa de 1964 hasta la Eurocopa del 84, en la que el gobierno socialista aspira a un doblete de “grandes citas internacionales”, Eurocopa y referéndum para la Adhesión a Estados Unidos, “Oé. Oé. Oé”. Lo mismo se repite en el 2008, con Zapatero declarándose “optimista antropológico” y proclamando el “derecho a ser campeones” del nuevo equipo, “espejo de la profundidad y la calidad de nuestra democracia, de nuestra cohesión social, de una España plural, de un país decidido por fin a no perder ningún tren, a montarse en marcha sea cual sea la estación de destino”.
Tal derroche de entusiasmo se desborda con la victoria contra Alemania en la final en un colofón muy divertido como literatura y sonrojante como realidad (pero ya sabemos que el deporte tiende a la ficción, así que habrá que perdonarlo): el ABC alaba en su editorial “el orgullo de millones de ciudadanos de exhibir sin ridículos complejos su condición de españoles y su orgullo por la bandera nacional y por el escudo constitucional que los jugadores lucen en el pecho”, Zapatero presume de ser “el primer presidente que gana un título en democracia” e insiste en que “[su] generación tenía derecho a esta victoria” y Luis Aragonés, cumpliendo una castiza promesa, emprende el camino de Santiago “sin más equipaje que esa su fuerza mental tan importante”. La celebración culmina en el Madrid inundado de Reig con una exhibición de caradura institucional cuando las autoridades políticas navegan por el Canal Castellana “en una góndola engalanada con corales de tonalidad furia roja” para encontrarse con el equipo, ya anclado enfrente de Isla Cibeles y con la Casa Real al completo encabezada por el rey Juan Carlos, que pilota él mismo “la planeadora Bribón XXI” y saltándose el protocolo abraza uno a uno a los héroes ataviado con “chándal oficial, capa de armiño y escarpines de competición” haciendo llorar al Niño Torres (“Qué grande eres”, le dice, a lo que Zapatero, más encumbrado y menos campechano responde “Superlativo” mientras “Luis Aragonés repetía con aire sibilino la misma frase, cada vez con una entonación diferente, hasta lograr convertirla en un auténtico enigma: -Cago en la mar… cago en la mar… cago en la mar…”) y dando paso a una conga organizada por “Xavi, Cazorla, Güiza, Cesc, el ministro Rubalcaba y el siempre zaragatero José Bono” al ritmo de Que viva España de Manolo Escobar. El pueblo, por su parte, grita con furia “¡Gibraltar español!”, lo que de nuevo, visto el comportamiento tan castizo y españolísimo de Morata y Rodri en la celebración de esta cuarta Eurocopa, hay que reconocer como una muestra de olfato sociológico de Reig.
En fin, he ahí la nueva España democrática y alejada de los personalismos, pero siempre hay que reconocerle al fútbol, y así lo hace Reig, su carácter verdadera y espontáneamente popular, aunque después sea corrompido por el sistema de poder. De hecho, las celebraciones surgen sin organizar del pueblo madrileño ante cada progreso en el torneo con exaltados lanzándose vestidos al Canal, naumaquias improvisadas (¡Reig se adelantó al visionario Antonio Miguel Carmona!), “comas etílicos, cópulas inverosímiles” y toda otra clase de expresiones desesperadas de felicidad. Frente a otros deportes como el cróquet, al que están jugando los padres del narrador el 18 de julio de 1936, o el tenis, el fútbol es un fenómeno popular y por tanto, en cierto sentido, un antídoto contra el elitismo, ya que no, como queda claro, contra la chabacanería y el populismo.