Los Poetas Espectrales
Por Antonio Costa Gómez.
Le propuse a Jesús Munárriz, el editor de Ediciones Hiperión, publicar una antología de poetas espectrales. Al principio me contestó muy interesado. Me preguntó qué poetas pondría. Pero después ya no me contestó más.
Y sin embargo la idea me parece muy interesante.
Pondría a poetas que apenas nos hablan, pero nos hablan intensamente. Que laten en el silencio y lo oscuro, pero laten de forma tan fascinante. Lejos de los ruidos de los Mass Media y las antologías al uso. Lejos de la incultura de masas o la cultura industrial. Espectros que laten como seres vivos, no como artefactos fabricados.
Poetas que parecen muertos, pero están muy vivos. Poetas que nadie conoce, pero algunos conocemos mucho. Poetas que apenas tienen carne, pero en realidad tienen mucha carne. Poetas espectros, que laten a escondidas.
Pensé en muchos, pero al final se me ocurrió incluir 13. Para fastidiar con ese número tan mal visto. Para contrarrestar otro tópico.
Pondría a Ernesto Sábato, que en el arranque de “Informe sobre ciegos” colocó un poema suyo: “Oh dioses de la noche, / dioses de la locura, del incesto y el crimen”, sugiriendo todo lo que tiene de temible, pero también de reveladora, la noche.
Pondría a Carlos Oroza, el poeta espectral por excelencia, que parecía un espectro, y de hecho a mí me dio algo de miedo cuando me lo presentaron un día. Y al final de su vida con “Cabalum” nos dio un poema cabalístico, insinuando un caballo del conocimiento, y continuó las sugestiones de Cernuda en “Donde habite el olvido”.
Pondría al emperador Adriano, que, aparte de ser un gran artista (su diseño de la Villa Adriana en Tívoli se adelanta al romanticismo y al barroco en miles de años, con dinamismos y fantasías y curvas), fue un gran poeta cuando escribió ese poema en que descubrió el alma, el secreto animado de cada persona: “Pobre alma mía, errabunda, triste, / ¿adónde irás ahora?”.
Pondría al poeta galés del siglo VI Taliesin, cuyo poema “La batalla de los árboles” estudió tanto Robert Graves en su ensayo “La diosa blanca”. En él está ese fragmento en que se funde con la naturaleza más allá del espacio y el tiempo y dice que estaba en el momento de crearse el mundo y estaba con Noé cuando renació otro mundo y estaba con Cristo en la Transfiguración.
Pondría a Mariana Alcoforado, una monja del monasterio de Beja en el Alentejo portugués, que escribió sus “Cartas” apasionadas a un oficial francés con una prosa poética llena de imágenes fulgurantes y de visiones secretas. Le dice al amado que con su sensatez arrogante se pierde todo lo que ella experimenta con su sentir casi surrealista. Según algunos estudiosos esa mujer ni siquiera existió, y según otros fue el mismo oficial francés el que escribió las cartas y se inventó de algún modo a la monja, con lo cual sería la más espectral de las poetas.
Pondría a Álvaro de Campos, el trasunto espectral de Pessoa, el más carnal de los poetas inventados por el portugués, el que dice: “No soy nada/ No puedo querer ser nada/ Aparte de eso, llevo en mí todos los sueños del mundo”.
Pondría a Guillermo de Aquitania, el más antiguo de los trovadores conocidos, que en un poema increíble dice que escribirá sobre nada, no será sobre él ni sobre otra cosa, no será alegre ni triste, será un poema escrito de noche durmiendo sobre un caballo. Con toda la vitalidad del caballo, con toda la libertad espectral del sueño. Y ese poema no lo invento yo, como dijo un periodista de Lugo, ese poema figura en la antología “Los trovadores” de Martín de Riquer, publicada por Ariel, en el tomo 1, y está bien documentado.
Pondría a Xu Zhimo, el poeta chino que habló del “xingling”, la sensibilidad misteriosa, vivió él mismo una historia de amor romántica y espectral contra la rigidez de la sociedad china de su tiempo. Escribió el más bello poema sobre el adiós en su “Despedida a Oxford”. Y en París escribió su poema más espectral y nocturno: “Nos encontramos de noche en la oscuridad, / tú en tu ola y yo en la mía”.
Pondría a Robert Desnos, el poeta surrealista francés que amó toda su vida a un espectro de un sueño, lo celebró en su libro “A la misteriosa” y al final lo encontró en el parque Montsouris de París, era la mujer de un pintor japonés y se fue a vivir con él.
Pondría a Christina Rossetti, la mujer espectral y casi impalpable que en su poema “Eco” habló del encuentro más sutil entre dos espíritus, en medio del sueño o la memoria: “Vuelve otra vez en sueños para que pueda darte / latido por latido y aliento por aliento, / habla bajo y acércate / como en aquellos tiempos, amor, ya tan lejanos”. Encontré una colección de sus poemas en un pueblo de Gales y lo tengo como el tesoro más valioso de mi pequeña biblioteca.
Pondría a William Butler Yeats, tan espectral cuando habla de hadas y espectros en Irlanda, y que nos dejó un poema en su tumba cerca de Sligo: “Echa una mirada fría / a la vida, a la muerte. / Jinete, pasa de largo”. Sugiere que hay algo más apasionante y pleno que la vida y la muerte, algo paradójico más allá de nuestro lenguaje.
Pondría a Robert Frost, que en “El camino no tomado”, nos habló del espectro de una decisión, tomó un camino hacia un lado, pero sintió una nostalgia loca del otro camino, o mejor, una nostalgia de haber tomado los dos caminos a un tiempo. Y en un pueblo de Vermont, el estado más solitario e intimista de Estados Unidos, nos dejó un verso en su tumba: “Tuve una pelea de enamorados con la vida”.
Y pondría a Lino Silva, un pintor y poeta, que encuadernó él mismo los versos de Robert Burns, mezcló el romanticismo más espectral con el esperpento gallego, publicó los poemas de “El pozo prohibido”. Y en el cementerio de Cambados, al lado de las ruinas góticas más sugerentes del mundo, todos los epitafios son poemas suyos. Y así los muertos hablan por su boca.
(O pondría a Rilke con su musa espectral en el café Slavia de Praga. Rilke, al que una vez un espectro, el conde C.W., le entregó un fajo de poemas. Y los reunió en el libro “Del legado del Conde C.W.”).