La vida es lo que ocurre mientras miras historias de Instagram
Dentro de un coche de policía estacionado en un prohibido aparcar, dos patrulleros permanecen hipnotizados mirando sus teléfonos en un letargo del que no saldrán hasta que algo más poderoso llame su atención.
La recepcionista del consultorio no advierte la llegada del paciente y, con cierta molestia cuando es interpelada, deja su teléfono a la altura del teclado para seguir ojeando las historias que aparecen sucesivamente en su pantalla mientras hace el proceso de registro.
Un dependiente entrega el recibo y despide a su cliente con el teléfono ya en la mano, la aplicación abierta, las historias pasando, su atención ansiosa y el pulgar presto para seguir ejercitando sus músculos sobre el cristal.
En un vagón de metro (a pantalla por pasajero) hay quien va leyendo las noticias del día o enviando mensajes personales o de trabajo. La mayoría, sin embargo, viaja bajo el chaparrón automático de contenido que les va cayendo encima.
La vida es lo que ocurre mientras estás mirando historias de Instagram.
Es todo eso que pasa durante la cascada infinita de videos cortos de Tik-Tok.
Lo que sucede mientras consumes el inacabable menú digital que te sirven en bandeja tu dispositivo, tu aplicación favorita y su sistema de algoritmos. Todos ellos específicamente diseñados para atrapar y retener tu atención el mayor tiempo posible y para hacerte regresar rápidamente en cuanto te alejes. Provocando una bulimia de contenidos en la que tú no eliges los platos del menú, ni siquiera alcanzas a pedir lo que más te apetece o interesa. No, en la cocina lo deciden por ti suponiendo (que no deduciendo) tus gustos y preferencias. Han observado y tomando nota de tu comportamiento todas las veces que te has asomado al restaurante: lo que te tragas, lo que descartas y dejas pasar, lo que celebras con gestos y caritas, lo que comentas para celebrarlo, adularlo o condenarlo; lo que bloqueas y tiras a la basura o lo que decides compartir y lanzas al aire o a las mesas de al lado. Así son las reglas del juego. Al cruzar la puerta aceptaste el contrato, los términos y condiciones que nunca leemos pero que avalamos con tanta fe ciega como ligereza y que, a muy grandes rasgos, son un acuerdo más o menos consciente de intercambio de datos personales por publicidad y fast-food digital.
No es, sin embargo, la única transacción que aceptamos. La voracidad descontrolada y a menudo adictiva que provocan las redes sociales, y su omnipresencia, también van desencadenando unos intercambios mucho más profundos pues nuestro comportamiento, nuestro pensamiento, ideas, actitudes e incluso valores se van amoldando poco a poco a los usos y costumbres de los entornos digitales en los que pasamos las horas.
Y así, vamos remplazando atención por distracción; y resulta ya difícil dentro y fuera de las redes sostener la concentración por más de un minuto sin saltar a otra cosa. Dejando en el aire, desatendida, la persona que nos hablaba, la idea que asomaba, la página que leíamos, la película que estábamos viendo.
Sustituyendo conocimiento por entretenimiento, normalizando y dando valor a influencias emitidas desde púlpitos digitales donde, en el mejor de los casos, puede que haya creatividad, producción y efectos especiales, pero suele faltar formación, método y rigor y se mezclan ciencias y creencias.
Canjeando reflexión propia por superficialidad, aceptando un diluvio de pensamiento pre-fabricado, procesado e industrial. Asumiendo y repitiendo consignas, opiniones ajenas, titulares de artículos no leídos, mensaje y noticias sin verificar.
Intercambiando intimidad por exposición. De hecho, vaciándola de contenido. Resignificándola con un triple salto mortal con el que se logra invertir su sentido pues, paradójicamente, la privacidad solo cotiza al alza y alcanza su máximo valor (propio y ajeno) cuando se publica y se hace visible.
Dicen que es compartir, pero más pareciera que es exponer. Dicen que es comunicar, aunque parece más exhibir
Y mientras, todo se llena de contenido intentando llamar la atención (nunca mejor dicho) de un público global que observa y consume por costumbre y por defecto.
¡Más madera! ¡Oído cocina!
Siempre habrá alguien al otro lado de la pantalla, hambriento, dispuesto a comerse lo que le caiga en el plato.