La vara del zahorí

La isla de la persuasión

José Luis Trullo.- Cuando nos disponemos a evaluar la obra de los humanistas del Renacimiento, enseguida constatamos que no son de aplicación los parámetros que solemos utilizar para dicho fin; sus inclinaciones, sus aversiones y también su carácter –en muchas ocasiones, vehemente y apasionado– determinan una escritura que elude las categorías usuales y que nos exige, para comprenderla, una disposición distinta. Ya no les podremos exigir la claridad y congruencia que solemos asociar con las obras filosóficas, en el sentido clásico; aceptaremos que la argumentación fluya por unos vericuetos no siempre consistentes, en aras de un imperativo supremo –la persuasión– que ni en la tradición anterior (aristotélica y tomista, con su agotadora pasión por las clasificaciones y la coherencia sistemática) ni en la inmediatamente posterior (de Descartes en adelante) será percibida como un valor en sí misma. Por el contrario, el humanismo renacentista emerge como una isla –similar a la que, en otros tiempos, habitaron los sofistas o los oradores romanos, con Cicerón a la cabeza­– donde la verdad es objeto de una infinita maleabilidad (ojo, no hablo de relativismo) fruto del modo en que se busca y se expone. De ahí que los formatos preferidos por los humanistas (el discurso, la epístola y, de manera preeminente, el diálogo) conlleven un criterio de validez alejado del severo escrutinio racional, que parece repelerles no sólo por árido sino también por estéril, para entregarse a una deambulación intelectual que juguetea, baila y se metamorfosea ante nuestros atónitos ojos, acostumbrados a la solemne procesión de premisas y deducciones. Incluso la propia estructura retórica de las obras más ceremoniosas –la cual va cobrando rigidez a medida que avanzan las décadas– a duras penas consigue disimular cierta naturaleza capciosa. Estas características resultan especialmente patentes en ciertos autores y en determinadas obras, como en el De vero bono de Lorenzo Valla o en los Coloquios de Erasmo de Rotterdam, cuya morfología oral, de estirpe ciceroniana, oculta una entraña dramática, incluso novelesca (cuyo testigo recibirá nuestro Miguel de Cervantes). En ciertas ocasiones, leyéndoles parece estar uno asistiendo a la representación de una obra de Óscar Wilde, menos por el barniz humorístico que por su distanciamiento permanente respecto a la posibilidad de alcanzar una solución plenamente satisfactoria para el ansia de certezas características de los espíritus racionalistas. Para los humanistas, la verdad humana es demasiado humilde y entrañable como para permitir que caiga en las garras del impávido análisis; conocida es la repulsión que experimentaron, desde Petrarca hasta Vives, por la pretensión escolástica de alcanzar mediante la fría razón los umbrales de la mismísima certeza absoluta. Esta es una aspiración recurrente en la historia de la cultura occidental que alcanzará su culminación apoteósica con Hegel, quien no en vano negaba a los autores del Renacimiento cualquier credencial filosófica; y, bien pensado, no le faltaba razón: si por filosofía se entiende el ejercicio exento, casi maquinal, de una racionalidad despojada e incluso enemiga de cualquier otra dimensión humana, los humanistas no fueron filósofos, sino más bien modestos pensadores cuya pretensión era comprender cómo somos, qué hacemos aquí y cómo debemos conducirnos para no caer en la barbarie. En cierto sentido, esta actitud es la que encontramos en los Ensayos de Michel de Montaigne, si bien con unas connotaciones y desarrollos que no podemos analizar aquí. Sea como fuere, resulta imperioso el asumir que, cuando nos acercamos a la obra de los humanistas del Renacimiento, es preciso deponer ciertos automatismos interpretativos, so pena de quedarnos, literalmente… a dos velas.

 

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