‘De donde viene el viento’, de Manuel Arroyo-Stephens

RICARDO MARTÍNEZ.

Desde un principio parece observarse en estos textos inéditos ahora a disposición del lector –a mí, al menos me parece grata la novedad- que en la mano de este autor hay una voluntad deliberada de decir literariamente: por la seriedad del planteamiento argumental, por el rigor limpio y abierto en la expresión, por el sentido del ritmo y la cadencia a la hora de exponer, por el lenguaje sobrio, mesurado y por ello dotado de un grado de sinceridad que le avala ante el lector exigente.

Las historias son distintas, diríase que complementarias –como no podía ser menos; el rigor y la expresión sencilla y sincera conllevan a mostrar, en uno u otro pasaje, las partes de esa rica realidad que es la vida y avatares del hombre común: “Hubo un momento de calma y luego comenzaron los murmullos. Quizá era porque estábamos muy apretados en los bancos, quizá por nervios o aburrimiento o tal vez por solidaridad revolucionaria todo el mundo hablaba, incluso a mí, que no conocía a nadie entre los que estaban cerca. De pronto se hizo un silencio”

Adviértase –me parece advertir- que hay un fondo de unidad en este párrafo y al tiempo definitorio: un fin insinuado, un espacio definido, una emoción viva a la espera de un acontecimiento. Y ello sobre un fondo aseado, racional. Un párrafo alusivo a algo humano que interesa sin pretenderse en consignas baratas de convicción.

O bien  en otro contexto de la narración, sin alejarse de la unidad humana (humanizada siempre, realismo representativo) de la acción: “Los tres portugueses lo miraban fascinados. Ahora estaba claro que, si no era un loco, era por lo menos un tipo bastante raro. Insistieron en que contase con detalle cómo había sido el ataque de la gaviota. Nunca habían oído de un suceso semejante”

Hay –creo advertir- en estos relatos dados ahora a la luz, que está presente, innato, un realismo que, al margen de gustos (lo digo por cuanto se vuelve a reanimar, en el arte, el interés por un realismo que, no hace tanto, parece que se minusvaloraba como exposición artística, y la literatura también ha de entrar en la materia) obtiene en ello el lector un escenario como referente ineludible, a sabiendas de hasta qué punto somos siempre esos actores del gran teatro del mundo.

Pensamiento, alegría y dolor, memoria y perspectiva de futuro: vivir, sencillamente, sobre de ese secreto adictivo que es la necesidad inexcusable del tal vivir; incluso del sobrevivirse cada día.

No hallaremos aquí, en estos mundos de compromiso personal, un cielo de colores, pero sí un cielo que, en su sencilla línea, acomoda dentro de sí el ser del hombre. Y dicho con la discreta cordura literariamente consciente del buen conocedor de la materia, este autor que en su ritmo denso y concordante en valores asumidos nos lleva al camino de un humanismo plácido como lectura, constructivo como narración significativa: “Bermúdez se dispuso a contar con todo gusto. Antes dio un suspiro y se tomó un instante de reflexión. Le gustaba hacerlo cuando iba a intervenir, por nimio o familiar que fuera lo que tuviera que decir” Y añade, cordialmente: “Lo hacía también por la coquetería de exagerar un poco las cosas, de darles un punto de dramatismo”.

Humano, protectoramente humano.

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