El Tour como ficción 2024 (y IV). Montalbano, las Olimpiadas y la edad de la duda

A raíz de que el Tour quedase sentenciado en la subida a Plateau de Beille, en la que el Perceval de Komenda arrasó con los registros de Marco Pantani, me entró el síndrome de la página en blanco. El paseo militar de Tadej Pogačar, quien con sus aceleraciones supersónicas se dedicó a coleccionar victorias de etapa, hasta alcanzar seis en total, me robó esa inspiración que tan buenos halagos propició por parte de mis colegas oulipistas. ¿Qué podía decir, si visto lo visto, el devenir de la Grande Boucle ya era lo suficientemente elocuente para cualquiera que tuviera un mínimo interés por el ciclismo? Después del último día de descanso, estaba fuera de toda duda que Pogačar había decidido que el destino literario del Tour debía ser el de una hagiografía muy particular, aquella dedicada en exclusiva a su persona y, por encima de todo, al personaje deportivo que estaba encarnando: el ciclista de tebeo capaz de luchar con la historia, con aquellos que se llaman Eddy Merckx o Bernard Hinault, aquellos que más victorias atesoran en estas lides del pedal. Sin embargo, no valía con que esta fuera una narración de sus virtudes como deportista. Debía ser una loa exagerada de sus logros, cuya trama girase en torno a un acontecimiento excepcional como lo es un ajuste de cuentas. O, debería decir, el ajuste de cuentas.

La competición se había convertido en una revancha, en un carrusel de kilómetros que celebraban la saña por la saña: el fantasma de la afrenta de Combloux —la contrarreloj del año pasado en la que Jonas Vingegaard sacó la bomba atómica y puso de manifiesto el deseo de su equipo, el Jumbo-Visma, de destruir de la forma más ostentosa posible a su rival y enterrarlo para siempre en la cuneta de la historia— debía ser avasallado. Así, la subida a Isola 2000, puerto de montaña en el que Induráin tuvo uno de sus momentos más complicados en sus tures triunfantes, fue el escenario de una progresión que, aunque esperada, no dejaba de ser increíble: Evenepoel y Vingegaard continuaron subiendo las montañas a velocidad de crucero… pero Pogačar los dejó tirados como colillas, logrando endosarles, en apenas un kilómetro de ascensión, un minuto, que fueron casi dos en la línea de meta; el esloveno cazó, uno a uno, a los integrantes de la fuga, al siempre esforzado Carapaz y a Enric Mas, tal vez converso, por obligación, que no por auténtica fe, al ciclismo de aventura; Pogačar alcanzó al último escapado, Jorgenson, el gregario del Arenque de Hillerslev, rodador reconvertido, para nuestro regocijo, en gran escalador, para evitar que ganara la etapa y para apuntalar, de manera indiscutible, su venganza. Un desquite bien a la vista de todos, a cara descubierta, una tensión entre espectáculo y aplastamiento que era la catarsis que el Perceval de Komenda buscaba para reclamar su trono. Instauradas las tablas con su némesis, el mensaje era contundente: no iba a dejar ni las migajas a aquellos que habían tratado de destruirle. De ahí que se impusiera en las tres últimas etapas, incluida la contrarreloj con la que el Tour, por primera vez en su historia, finalizaba fuera de París, en Niza. La burla y el menoscabo habían cambiado de bando.

Pero, como comentaba en las líneas anteriores, esto es algo que ya ha sido expuesto por otros cronistas en medios vecinos, tanto por algunos de los situados en el centro del sistema periodístico como por aquellos que viven, conforme a sus propias reglas, en la periferia. Tadej Pogačar hizo Historia, en mayúsculas, y se convirtió en el octavo ciclista en lograr el doblete Giro-Tour. Esa noticia no es noticia, ni tampoco es casualidad que, a raíz de ella, aparecieran los comentarios acerca de la falta de verosimilitud, los hechos asombrosos o la confusión entre lo que se puede creer o no. Los anteriores dueños de El Tour como ficción disertaban sobre ello, refocilándose en la crítica y aportando entre nada y menos uno a sus lectores, al fingir una sorpresa e indignación que, en realidad, nunca llegaron a sentir. Los cambalaches están a la orden del día y un literato no puede verse superado por estas cosas que pasan en todos lados al mismo tiempo, en cualquier tipo de ámbito o de actividad.

En definitiva, no sabía de qué hablar, porque, además, el corolario al que llegó el detective Salvo Montalbano sobre el caso relacionado con las caídas que habían asolado a las estrellas del pelotón me había dejado patidifuso. No me lo podía creer. Me dolía admitir que no me convencía, que no era posible, como me reveló el comisario, en pocas palabras y con prisas, deseoso de regresar a Vigàta, que nunca hubo caso. Que tan solo hubo una serie de pistas falsas, tergiversaciones, que toda la investigación tan solo fue una historia, esta en minúsculas, en la que no pasó nada, sin villanos ni hechos memorables. Que las caídas tan solo fueron caídas. Me supuse que la morriña le había podido al introvertido italiano y que, en falso, había decidido cerrar las pesquisas, pese a que, como había sido notorio, el factor biológico había causado estragos entre el pelotón. No tuve siquiera oportunidad de contradecirle, porque, con rapidez, desapareció en medio del gentío que deambulaba por el Paseo de los Ingleses de Niza. Poco después me pareció verle en Les Pêcheurs, restaurante cuya especialidad era, cómo no, el pescado. Sin embargo, las dietas de Culturamas estaban en las últimas, por lo que deseché la opción de perseguir al comisario y reservé el poco dinero que me quedaba para la idea que me había asaltado la cabeza.

Pronto advertí que la estrategia de dilatar in aeternum la finalización del especial me podía dar unos dividendos inesperados, ya que en mi interior albergué la esperanza de encontrar la verdadera respuesta al enigma y así refutar al avezado policía italiano. No me invadía el resentimiento, pese a que Montalbano jamás abrigó la posibilidad de convertirse en mi amigo y tan solo había hablado conmigo para distraerse a lo largo de tres semanas en Francia mientras dimitía de sus obligaciones detectivescas, ni tampoco me empujaba la vanidad de batir, en su propio territorio, a uno de los comisarios más famosos de Europa. Nada de eso. Tan solo quería la verdad. Y, también, por qué no, paliar lo que, desde antes de embarcarme en estas crónicas sobre el Tour, me parecía una gran injusticia y una broma del destino: no vivir el final del Tour en París, no tener la posibilidad de sentir el ambiente ciclista por Montmartre, entre delirio y delirio visual representado por la Torre Eiffel, el Louvre o los Campos Elíseos. Cómo no poder disfrutar de aquella ciudad de la que me había hablado mi íntimo Marito, la urbe que, para él, era requisito indispensable para obtener el título de creador, de figura de la literatura. Al igual que los corredores que llegan a París se sacan el carné de ciclistas, o, al menos, algo de eso ha dicho Perico Delgado en sus muchísimos años en la tele pública, los escritores sobre pedales únicamente se sacan el carné de cronista cuando desempeñan su labor delante del Sena, aunque siempre con la prudencia de no bañarse en las aguas contaminadas del río.

Mi sospecha estribaba en que la respuesta al misterio de las caídas estaba en París, la ciudad en que la realidad se entremezcla con la ficción. Contacté con Culturamas y les expuse que resultaba imperativo alargar mi estancia en Francia a raíz de las Olimpiadas, que este año se celebran en París y que fueron el motivo, merced a la seguridad, que el macronismo esgrimió, acorde a su culto hacia lo grotesco y lo insultante, para romper con la noble tradición de finalizar el Tour en París. De hecho, podía ser beneficioso alargar mi estancia para que los lectores recibieran el relato novelesco de las pruebas de ciclismo que se llevarían a cabo en los Juegos. Esta revista cultural no me contestó, lo que no supuso ningún impedimento: tomé el silencio administrativo como la más positiva de las respuestas, pese a que me llegaron algunos rumores acerca de que mis antecesores habían vuelto a dar señales de vida. Los comentarios de Remco Evenepoel, el único de los contendientes de la clasificación general del Tour que iba a participar tanto en la prueba contrarreloj como en la prueba en línea, con los que se quejaba, no sin bastante grosería, del estado de las carreteras parisienses, al parecer llenas de baches, agujeros y hoyancos, me afianzaron en mi hipótesis: estos desperfectos en el pavimento no podían ser fruto de la casualidad. Claramente, Montalbano estaba equivocado.

Sin embargo, lo que ocurrió fue una estampa del presente que aspira a ser futuro, de lo que es pese a que lo que nos imaginamos, en apariencia, es más perfecto. El sábado, la lluvia volvió a hacer acto de presencia en París. Evenepoel salía el último, con el beneficio de conocer las referencias de sus rivales, contrastados contrarrelojistas como Filipo Ganna o Wout Van Aert, y jóvenes con pedigrí como Joshua Tarling. Poco a poco, las declaraciones de Evenepoel adquirieron otro tinte: el de la megalomanía. El majadero de Remco tomaba las curvas con total seguridad y, pese a la lluvia y a los sustos como el que tuvo Ganna, las oquedades que debían haber hecho acto de presencia en los Inválidos y en la Bastilla, no aparecieron, por fortuna. El oro era suyo, lo que redondeaba un verano lleno de buenos resultados: victoria de etapa y podio en la Grande Boucle. Y, pese a la algarabía de los belgas que poblaban el recorrido de la contrarreloj, me inundó cierta pesadumbre. Me había convertido en el tipo de articulista deseoso de contar una historia en concreto, en vez de ser un cronista entregado a la fidelidad de los hechos. Había llegado a desdeñar la realidad, en pro de ideas peregrinas, deseoso de encontrar pruebas en forma de caídas y concavidades.

El hilo conductor de este especial, por tanto, no había sido más que una guiñolada. Montalbano, para su disgusto, lo supo desde el principio. Una aventura que no era tal, un divertimento para unos pocos. De ahí que se marchara precipitadamente, mientras caminaba encorvado, entre los fastos y los lujos insertados en el camino entre Mónaco y Niza, y que poco le importaran mis vacilaciones sobre la investigación. Porque hoy en día habitamos en la edad de la duda y es difícil salir de ella. Paradójicamente, esta es la edad en la que se han de examinar, tanto en el presente como en la historia, los logros de un personaje en concreto, Tadej Pogačar, quien, con su tercer triunfo en el Tour, se ha ganado el derecho, si es que ya no lo tenía, de trascender la carrera más importante del ciclismo. Puede soñar con incluir el Mundial a final de temporada e, incluso, sabe que en el futuro podrá esforzarse en añadir a su palmarés ciertos objetivos que, sin temores ni prisas, se le aparezcan en el horizonte, sea en forma de Milán-San Remo, de París-Roubaix o de la prestigiosa ronda que llevo ya unos cuantos años organizando, la Vuelta al Canal. Nuevas victorias que, junto con las ya logradas, conformarán su entrada en el Olimpo, por mucho que este año decidiera renunciar, en un acto de apoyo a su pareja, a los Juegos.

Sin embargo, las velocidades medias, los vatios generados, la cruenta tradición del ciclismo, le obligan a convivir con la duda. ¿Cómo puede existir un ciclista capaz de emular algunas de las gestas del ciclismo en blanco y negro? ¿Qué decir de un ciclista que está enrolado en el equipo de Matxín y de Gianetti? Si yo llegué a dudar de Montalbano, guiado por intereses espurios, ¿quién no titubeará con Pogačar? Tal vez esta edad de la duda se pueda plasmar en un accidente que, por lo que he visto, no ha sido comentado en otros medios: el Perceval de Komenda, en su singularidad, ha vencido en los dos tures más estrafalarios, aquellos que han roto con la tradición. El disputado entre agosto y septiembre en 2020. Y este que ha finalizado fuera de París. Pogačar gana donde se da la indeterminación, en el momento en el que se suspenden los derroteros habituales. Él habita en la edad de la duda, citius, altius, fortius, pero también es quien la define.

En el próximo Tour se volverá a discutir sobre tales cuitas, a pesar de que no pase nada, como en Las joyas de la Castafiore, el cómic sin peripecias de Tintín. Así será cuando, tras las Olimpiadas, París vuelva (o no) a su normalidad y estas divagaciones literario-ciclistas sean retomadas por el que sea. Eso será en otra ocasión, porque ahora mismo mi sueño es regresar a la biblioteca, cosa que le confieso a un hombre que se parece a Montalbano, mientras apoyo la cabeza en el respaldo del avión que me devolverá a Madrid y cierro los ojos, consciente de haber roto, con gran dificultad y escaso éxito, el síndrome de la página en blanco. ¡Qué pensarán Luis y Julio! Creo que ya sé cuál es su paradero.

Anteriormente en Culturamas:

El Tour como ficción 2024 (I). Montalbano y la excursión a Niza

El Tour como ficción 2024 (II). Montalbano, Pogačar y un nido de víboras

El Tour como ficción (III). Montalbano y el giro decisivo

 

La ilustración de la portada, que se reproduce completa a continuación, es obra de Nora Manzano Gómez

Artemio Gonçalves Flórez

Poeta vanguardista y director de cine panameño

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *