Del éxito y el fracaso

Desde que el hombre es hombre, ha buscado la aceptación de sus congéneres. Los que de esto saben nos han calificado de animales sociales (que no sociables), y ni siquiera seríamos capaces de articular palabra de no ser por quienes, nacidos antes que nosotros, nos adiestran en su uso. Vivir es convivir. Por muy delirantes que sean nuestros sueños de autosuficiencia, sólo algunos individuos (no sé si malditos o privilegiados) serían capaces de salir adelante sin la cooperación, más o menos constante, de otros individuos. “Nadie es una isla”, advirtió John Donne, y hasta Robinsón Crusoe descubrió que en la suya no era el único. “El que no puede vivir en comunidad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios”, había declarado Aristóteles en su Política, entendiendo por ciudad la unidad mínima de convivencia. ¡Qué triste existencia la de quien, dotado de humanidad, prefiere sacrificarla en el altar del solipsismo! También hay que reconocer que es mejor vivir más o menos solo que mal acompañado… pero ello no te evitará depender materialmente de terceros, aunque sean los proveedores y empleados del supermercado.

Claro que una cosa es nacer rodeado de semejantes y necesitarles para proveernos de lo mínimo imprescindible para poder corresponderles en la medida de nuestras capacidades (pues de bien nacidos es ser agradecidos), y otra muy diferente, y peor sin duda alguna, depender de su aplauso para sobrevivir. Quien más, quien menos, requiere de cierto grado de aceptación social, al menos de un entorno seleccionado por él mismo; en este ámbito, por ejemplo, a no pocos la red de redes les ha permitido integrarse en comunidades virtuales donde saciar ese mínimo reconocimiento al que no se debe renunciar, so pena de poner en riesgo la propia dignidad. Ahora bien, cuando las exigencias de estima social (en otras épocas, tildada de “gloria”, en las actuales, de “popularidad” y en todas, de “fama”) sobrepasan ciertos límites, abandonamos el ámbito de lo natural e ingresamos en el de lo patológico. Hay quien no ha superado la indiferencia de sus contemporáneos, optando por quitarse al ver rechazada su novela por parte de un editor tras otro. Hoy en día, no son pocos los que están dispuesto a -literalmente- cualquier cosa, ya no por la inmortalidad de su nombre, sino por un puñado de likes.

Pero, ¿en qué consiste triunfar? La pregunta es importante. No en vano, hay celebridades que murieron de éxito, enterradas en vida por exceso de cariño, y personas perfectamente humildes y anónimas que gozan de una existencia exultante, plena, a la que al parecer nada le falta ni le sobra. Es decir, que ser conocido y reconocido no nos garantiza la felicidad; ni siquiera nos libra de la depresión, la ansiedad y otras dolencias a la orden del día. Hay algo más, un ingrediente secreto, del cual parece depender esa “realización” (concepto muy usado hace unas décadas, aunque ahora mismo en desuso) que justifique nuestra estancia en la tierra. Todos los seres auténticamente humanos aspiramos a ciertas metas -con frecuencia, no sabemos cuál hasta que la alcanzamos-, y depositamos en ello nuestras esperanzas mundanas: para unos, bastará con una nómina vitalicia y un piso en propiedad; otros, además, sueñan con vivir de lo que les gusta, aunque sólo les guste a ellos; menos -aunque más peligrosos- aspiran a pasar a la historia, para lo cual no reparan en sacrificios… propios o ajenos. “¡O César, o nada!”, clamó César Borgia en su momento, y en pleno siglo XXI algunos no le andan a la zaga.

Ahora bien, conviene manejarse con extremo cuidado a la hora de determinar nuestras prioridades. Gregarios por naturaleza, tendemos a dar por buenos -de manera un tanto acrítica, para qué engañarnos- los espejismos de moda; así, según ciertos estudios demoscópicos, los niños del siglo XXI quieren ser futbolistas y las niñas, influencers (en realidad, sólo aspiran a que les miren y eso les haga millonarios). Pero las zanahorias más codiciadas no tienen por qué ser las más sabrosas, ni siquiera las que saciarán nuestra hambre de significado existencial; de hecho, no es muy arriesgado afirmar que hay tantas como individuos. Todos tenemos en mente la profunda satisfacción que irradia un artesano que domina las técnicas que le dan de comer; o ese aplomo, sin sombra de vanidad, que desprende una fotógrafa de bodas, bautizos y comuniones al entregar las copias en papel de sus reportajes sociales. Parecen astros refulgentes. Irradian armonía, luz, bondad cósmica. Uno diría que han cumplido con su deber. Si muriesen mañana, lo harían apaciguados, sin deudas pendientes consigo mismos. Habrían protagonizado una vida lograda.

Tal vez a los ojos de un transeúnte despistado los destinos modestos puedan parecer insignificantes: ¿quién va a envidiar a un panadero, a una enfermera, a una agente de policía local, a un maestro de escuela, que han hecho de su vocación personal su modo de vida? Para un mundo apabullado por la gesticulación y el exceso, donde sólo prestamos atención al más ridículo y extravagante, son seres anodinos, masa amorfa, carne de cañón. Para mí, constituyen la imagen viva del éxito. Incluso cuando no captan la atención que sin duda merecen (sigo en redes sociales a cantantes sin apenas eco que, en la soledad de su habitación, rozan el cielo con sus voces), encarnan lo que yo entiendo por triunfo, que no es hacer lo que sea para que te quieran, sino lo que tienes que hacer para querer seguir viviendo. Y cuando la fórmula se invierte, y hacemos lo que sea para que nos presten atención, yo hablaría, sin titubear, de una existencia fracasada (aunque esté rodeada de flashes y nade en la abundancia).

 

 

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