El Tour como ficción 2024 (III). Montalbano y el giro decisivo
Segundo día de descanso del Tour en el pueblo marinero de Gruissan y segunda cita para mí con el comisario Montalbano, que me convidó ayer para consultarme ciertas inquietudes que le despierta el ciclismo profesional y que, según me dijo, cree que habría que aclarar para su investigación. No negaré que me llenó de orgullo que un investigador y personaje literario tan célebre como él me considerase de utilidad y me vi de pronto ascendido a capitán Hastings, doctor Watson, sargento Lewis o subcomisario Augello, lo que me pareció, frente al mar, la mayor gloria literaria a que podría aspirar… a día 15 de julio: no olvide el lector que mi libro El bar del tanatorio fue distinguido con el Premio Anagrama de Ensayo y laudado en sendas columnas por Marina Garcés y por mi añorado Javier, el mejor rey que nunca tuvo Redonda. Así iba henchido como un pavo paseando por entre los chalets construidos sobre pilotes en el Mediterráneo y en los alrededores del puerto camino al restaurante Le poisson d’Avril, donde el comisario me había citado para comer. Afortunadamente, hice acopio de profesionalidad por el camino y me recordé que, más allá de mi justificada vanidad, me debía a los lectores de Culturamas y era mi responsabilidad cambiar mis explicaciones sobre ciclismo por información de primera mano sobre las pesquisas iniciadas hace ya dos semanas en Florencia.
Y caminando frente al mar pensé si no tenía cierto parecido el Tour de este año con la novela policiaca por sus similitudes estructurales en lo que llamamos coloquialmente “giros de guion”, esenciales para mantener el suspense consustancial a la trama detectivesca. De hecho, en tan solo seis etapas, que es lo que suele durar la segunda semana de una gran vuelta, hemos tenido al menos tres puntos de inflexión de esos que hacen que el lector se asombre y sienta aumentar su ritmo cardiaco al pasar las páginas. El primero llegó el miércoles, en una exigente etapa de media montaña camino de Le Lioran, entre los volcanes de la Auvernia, en un paisaje boscoso y solitario que ahora se me ocurre que sería ideal para un polar rural que tendría el éxito asegurado en Francia y que quizás yo mismo, moderando un tanto las sutilezas de mi estilo como cortesía hacia el gran público, debería escribir como entretenimiento ligero en agosto por si ofreciera alguna rentabilidad pecuniaria. El caso es que allá atacó Pogacar, el Caballero del Jubón Amarillo, a treinta kilómetros de meta con tal fuerza que enseguida alejó a Vingegaard, el Arenque de Hillerslev, a cerca de medio minuto. Casi parecía sentenciada no ya la etapa sino la carrera cuando, después de un extraño en una bajada quizás debido a un pinchazo o a una repentina pérdida de presión en la rueda trasera, Pogacar empezó a flojear y vio una remontada exprés de su némesis, que en los apenas tres kilómetros de la siguiente ascensión le enjugó toda la diferencia y aún le ganó, cosa extrañísima, el esprín por la etapa. Casi todos vimos en aquel desenlace el anuncio no solo de la igualdad entre ambos, sino de la ventaja psicológica que habría de otorgarle el Tour al danés, pero la historia nos reservaba otro giro sorprendente que lo dejaría en una mera pista falsa. Entre medias, el jueves hubo un nuevo asesinato o, en términos ciclistas, una caída: la de Roglic, que por enésima vez abandonó el Tour al día siguiente tras dar con sus huesos en el suelo. Sé que es uso habitual en la novela negra el introducir crímenes en el nudo del argumento para abrir nuevas líneas de investigación, pero este las cierra: el tolstoiano teniente Roglishov, alcanzado otra vez por una bala perdida, desaparece de las vidas de los Rostov, Kuragin, Kutúzov, Vingegaard y Pogacar, y puede ser tachado de la lista de sospechosos para ganar este Tour de Francia. Por último, el fin de semana pirenaico ha dado otra vuelta de tuerca a la carrera con dos victorias consecutivas de Pogacar en duelo singular frente a Vingegaard en el último puerto de cada etapa. Su superioridad ha sido tal que lidera ahora la clasificación general con algo más de tres minutos sobre el danés y más de cinco sobre el botarate de Evenepoel, al que, pese a su mejora en la alta montaña, las “pelotas” no le bastan aún para luchar por la victoria.
Embebido en estas reflexiones, encontré a Montalbano ya sentado en el restaurante en una galería frente a la playa, a primera vista de mucho mejor humor que hace una semana en Troyes, lo que achaqué al Mediterráneo, que unamunianamente le traería aromas y recuerdos de su Sicilia natal, aunque me confesó que no veía el momento de que acabase el Tour para volver por fin a su casa en la playa de Marinella. Como para confirmarlo, decidió invitarme (me dijo que pagaba la Policía italiana, y tanto mejor, porque las dietas de las que disfruto me temo que apenas me lleguen hasta Niza) a un surtido de marisco crudo a la manera italiana (ostras, mejillones, langostinos, erizo de mar) y una parrillada diversa de pescados de costa capturados esa misma mañana: lenguado, dorada, pez de san Pedro, salmonetes y mújol. Una comida opípara, desde luego, pero tan enérgico y recuperado parecía el comisario que aún tuvo ánimos para pedir una île flottante de postre antes de emprender un paseo digestivo hacia el casco histórico. Como ya había aprendido de la vez anterior, aguanté toda la comida en silencio y esperé a que Montalbano, ya de camino, iniciase la conversación.
Había varias cosas, me dijo, que no comprendía. ¿Por qué, por ejemplo, no se disputaban las etapas llanas? ¿No era habitual que en estas jornadas hubiese escapadas de siete u ocho rodadores y que los equipos de los esprínteres se afanaran por neutralizarlas? Objeté como defensor del ciclismo que aún era así, al menos algunos días, y que, por ejemplo, la semana anterior en los caminos de tierra de Troyes o este viernes pasado camino de Pau no solo los cazadores de etapas, sino también los favoritos, se habían empleado a fondo con ataques y abanicos a toda velocidad. Su pregunta fue entonces cuál era el criterio o la causa que determinaba que ciertas etapas llanas fueran ferozmente competidas y otras, en cambio, se hiciesen con todo el pelotón agrupado a ritmo de entrenamiento. Puse la misma cara de incredulidad que le regalé a Marito cuando me preguntó por su ensayo sobre Galdós, precisamente el día en que le presenté a Isabel Preysler. Si con aquella consulta tenía una respuesta que ofrecer, pero preferí guardármela, dedicándole mi silencio a mi compay por el respeto que le profesaba, con la duda de Montalbano la realidad era más compleja: para eso no tenía respuesta y, muy a mi pesar, sigo sin tenerla. Otra duda: ¿por qué nadie disputa este año el maillot de la montaña? ¿No era un premio prestigiosísimo entre los escaladores? Lo era desde luego, pero debió dejar de serlo, o quizás ahora sean los rodadores quienes se ocupan de ello, igual que hay novelas y series de televisión (le dije para que con una analogía cercana a su día a día lo entendiese mejor) cuyos protagonistas son detectives aficionados y no profesionales. De hecho, fuera de combate Abrahamsen, el noruego de ochenta kilos que ha liderado esa clasificación las primeras doce etapas, solo Oier Lazkano, de tallaje similar, parecía interesado en ocupar su puesto. ¿Quería eso decir que el maillot de Rey de la Montaña había pasado de ser el equivalente ciclista de las novelas de Conan Doyle o de Raymond Chandler a serlo de Solo asesinatos en el edificio? Sí, quizás pueda decirse así.
Al tratar de la clasificación general, Montalbano no entendía la estrategia de Pogacar. Si tiene dos o tres gregarios entre los diez primeros, ¿por qué gastarlos tirando del pelotón en lugar de utilizarlos tácticamente para forzar al equipo de Vingegaard, la Pescadilla Escabechada de Jutlandia? (Me hizo gracia este nuevo epíteto, nacido del caletre siempre revuelto de Catarella, el telefonista de la comisaria de Vigàta, que aparentemente no acertaba a retener los apelativos de mayor mérito estilístico). Es más, ¿por qué se empeña Pogacar en derrochar sus fuerzas y atacar siendo el líder de la carrera? ¿No solían atacar siempre quienes iban por detrás? Tuve que reconocerlo, pero le expliqué que probablemente el equipo de Pogacar contaba con que Vingegaard estuviese más débil en la primera mitad de carrera a causa de su lesión en primavera y había intentado conseguir la mayor renta posible aprovechando el terreno más favorable para él, la media montaña, como en la etapa del miércoles camino de Le Lioran, antes de que su rival, entrado ya en calor, mejorase sus prestaciones. Aquí me interrumpió extrañadísimo el comisario, que no sabía que en una gran vuelta existían corredores que, aunque llegasen mal preparados y bajos de forma, pudiesen aumentar su rendimiento con el pasar de las etapas. Él creía que, al contrario, deberían sentirse cada vez más fatigados. En efecto, así le ocurrió a Pogacar el año pasado, pero las cosas podrían ser distintas entre los arenques bálticos, posiblemente por la baja salinidad de las aguas danesas, si es que Montalbano descartaba por completo la hipótesis de los poderes mágicos del zumo de remolacha. Hablando de recuperación, me dijo Montalbano, ¿qué era eso que había leído él de los marginal gains? Le hablé de ese conjunto de innovaciones (rodillo después de las etapas, crioterapia, plato ovalado, almohadas individuales) introducidas para ganar pequeños márgenes de beneficio en la recuperación de los corredores por el equipo Sky, que entre 2012 y 2019 ganó siete Tours con cuatro ciclistas diferentes. ¿Es que ya no existe ese equipo? Existe, aunque ahora se llama Ineos, pero claramente ya no les sirve esa estrategia, porque su único corredor útil parece Carlos Rodríguez y lleva perdidos más de once minutos en la general. ¿Y qué fue de aquellos ganadores del Tour? Siguen en activo Bernal y Thomas, que, aunque no lo parezca, están corriendo este Tour, y también Chris Froome, reciente centésimo tercer clasificado del Tour de Sibiu en Rumanía. Montalbano hizo un gesto de renunciar a entenderlo, y yo también.
Como el comisario se quedó callado con cara de no entender nada, aproveché su silencio para ejercer mis derechos de periodista y preguntarle por la marcha de su investigación. Para mi sorpresa, no tuve que tirarle de la lengua, porque me dio él toda la información. Al parecer, era cierto que una de las líneas principales de investigación era la hipótesis de un comando terrorista organizado para favorecer a Pogacar eliminando a sus rivales, pero la aparente avería de este justo después de atacar el miércoles y su caída al comenzar la etapa del jueves y el hecho de que sus dos principales rivales, Vingegaard y Evenepoel, no hayan sufrido ningún contratiempo la eliminaban por completo. La caída de Roglic, ya se había preocupado él de informarse, era consuetudinaria y no tenía nada de sospechosa. Por el contrario, ahora la hipótesis más plausible parece la del terror indiscriminado con armas biológicas, en especial a partir de la epidemia misteriosa que ha diezmado el pelotón con los abandonos por indisposición del leprechaun Pidcock, el latin lover Bettiol, medio equipo Bahréin o Juan Ayuso, el compañero de Pogacar que dio positivo por covid, virus insidioso que no se extendió en su equipo, como demuestran la mejora de Pogacar en los Pirineos y el hecho de que el enorme trotón de Politt, otro rodador de cerca de metro noventa, coronara el Tourmalet tirando del grupo de favoritos. Esto, por otra parte, libraba de las sospechas a mis queridos Luis Fernández y Julio Salvador, de quienes en un principio había tenido que ocuparse. Esto me lo dijo como pidiéndome perdón y solo ahora, asimilada la sorpresa, me doy cuenta de que quizás por mi relación con ellos Montalbano haya aceptado e incluso buscado mi compañía, lo que me convierte, más que en un Watson o un Augello, en un informante inadvertido o, dicho más crudamente, en un tonto útil. Reconozco que esto ha herido mi especial sensibilidad de poeta laureado y director de cine: el comisario no buscaba mi amistad y yo apenas era para él más significativo que Pasqualino, el hijo de su asistenta, al que al menos podía sentirse ligado por haberlo metido en la cárcel, mientras que ningún lazo más estrecho que una mariscada lo unía conmigo. Sorprendido, en el momento apenas alcancé a preguntarle por lo esencial, el paradero de mis dos predecesores en las páginas de Culturamas, cuyo rastro ya me imaginaba persiguiendo como en una novela cualquiera de Bolaño. Montalbano ni lo sabía ni se curaba de ello y, visto así, quizás tampoco a mí deba preocuparme.
Me preocuparé, pues, del Tour y de su porvenir literario, que me parece algo dudoso viendo la perspectiva de la tercera y última semana por los Alpes Marítimos camino de Niza. Aún queda la subida a La Bonette, la cima más alta de esta edición de la Grande Boucle, que precede al puerto de Isola 2000. Quizás esta sea la última oportunidad del Arenque de Hillerslev para darle la vuelta a la general, porque esta vez no parece que las artes mágicas de Combloux le vayan a alcanzar para neutralizar la escalada armamentística del Perceval de Komenda en la última contrarreloj. La carrera, en realidad, parece sentenciada y, si se trataba de una novela policiaca, acabar con el suspense apenas llegados al segundo tercio es claramente prematuro, aunque, por otra parte, añadir más giros decisivos como quien echa sal a la ensalada sería ya claramente exagerado y caería de lleno en el terreno del folletín, del que ningún poeta que se precie puede fiarse. No se me ocurre qué salida puede haber para esta encrucijada y no sé si confío en el pelotón profesional para encontrarla, pero en todo caso no creo que sea algo que enturbie una parrillada de pescado fresco del Mediterráneo o, como poco, una buena siesta frente al televisor.
Anteriormente en Culturamas:
El Tour como ficción 2024 (I). Montalbano y la excursión a Niza
El Tour como ficción 2024 (II). Montalbano, Pogacar y un nido de víboras
La ilustración de la portada, que se reproduce completa a continuación, es obra de Nora Manzano Gómez
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