París bien vale una crónica

Elena Marqués.- De niña quería ser reportera. Y no es que ese deseo se trocara en otra cosa. Es que, cuando alcancé la edad universitaria, no existía en Sevilla facultad de Comunicación, por lo que terminé decantándome por los estudios filológicos. Aun así, quizás por mi experiencia con libros semejantes, nunca llegaron a agradarme los compendios de artículos periodísticos. La mayoría de ellos trataban temas de actualidad, y ya se sabe lo que dura esta por definición. En ocasiones leía páginas cuyos referentes me eran absolutamente desconocidos, anécdotas de personajes que quizás en su momento tuvieron notoriedad, pero que terminaron, con el roce del tiempo, en la inexcusable noche del olvido. Y si «la actualidad» se remontaba a otro siglo, acabáramos.

He de decir que nada de eso me ha pasado con París, de Julio Camba, edición de Ricardo Álamo en la prestigiosa Renacimiento, libro que reúne las crónicas escritas entre 1909 y 1910 por el escritor gallego para el diario El Mundo. Es cierto que una francófila como la que firma estas líneas ya iba predispuesta a disfrutar de cualquier chascarrillo que me condujera a uno de los cafés de la ciudad del Sena o me esbozara el carácter un tanto «especial» de nuestros vecinos, consciente de que en algún momento saldrían a relucir su chovinismo, su fanfarronería y otros tópicos, tan inevitables como reduccionistas y simples, que los hace odiosos a la mayoría de los mortales. Pero si a eso se añade el sesgo de ironía que atraviesa buena parte de estas páginas («Era demócrata en París, constitucional en Bélgica y absoluto en el Congo. No se puede imaginar un Rey más tiránico de los negros ni un esclavo más humilde de las blancas», dice Camba de Leopoldo II), la prosa impoluta y ágil, aderezada con inteligentes juegos de palabras («Con ser tan conocido en todo el mundo, el Rey Leopoldo no ha sido popular en ninguna parte», concluye sobre el mismo monarca) y burlonas y excelentes comparaciones («Los leones, en otra jaula, miraban a Romero con el mismo desdén con que Salmerón debe haber mirado muchas veces a Rodrigo Soriano en el Congreso»), la mirada fresca pero a la vez profunda que ya quisieran hoy en día algunos de nuestros cronistas y la mayoría de nuestros veinteañeros, el disfrute está servido. Aunque sé que en la actualidad algunos de sus artículos serían convenientemente censurados, pues se respira en ellos todo lo contrario al espíritu igualitario, y sobre todo feminista, que preside Occidente. De hecho, uno de sus artículos más discutibles se llama así, «El feminismo», y es cualquier cosa menos políticamente correcto.

Los temas de estas crónicas son muy variados, algunos podríamos decir «históricos» (el paso del invisible cometa Halley, con sus reacciones supersticiosas de turno); otros, bastante anodinos, por no decir perogrullescos, si es que el término existe («Se prohíbe fijar carteles», por nombrar alguno), e incluso repetidos (aquel sobre la desaparición del champagne, por ejemplo); una buena parte, fáciles ingredientes para lo que con el ceño arrugado y altas dosis de desdén denominamos «prensa rosa». Un escándalo de cuernos (nuestros affaires de hoy casi se reducen a ese tipo de negocios), delitos más o menos notables (algunos posiblemente ficcionales, pero eso poco importa), como el caso de unos apaches (así denomina a las mejores bandas de malhechores parisinas) casi míticos, que, pienso yo, jamás harían una colecta para que un jugador esquilmado volviera al casino, pero que literariamente funcionan mejor que bien.

Me han resultado muy interesantes esos artículos que plantean problemas y normas que han llegado a nuestro país hace poco tiempo, como las dirigidas a la protección animal o la ley antitabaco, no tanto por confirmarme (ya he confesado mi afición) la «superioridad» de los franceses como por sus atisbos de modernidad. También la inteligencia con que introduce temas que parecen premonitorios, como la antipatía-enemistad con los vecinos alemanes o las funciones de la inminente aviación, pues, dice, «preveo que estas alas que nos ofrece la ciencia, en vez de servir para idealizarnos, van a ser las alas de la ferocidad y de la estupidez humanas». O, por supuesto, algunos que, como eterna aprendiz de las letras, me atañen especialmente («En literatura, por ejemplo, para obtener el título de maestro, hace falta haber dejado muy atrás la juventud»; «En cuanto la gente comienza a decir de un escritor que tiene talento, es que ya no tiene ninguno. Ya lo ha agotado todo y ya no escribe más que tonterías»). Cuestiones que, a pesar de formar parte de una crónica de actualidad, no envejecen con el tiempo. Parece que el mundo del diseño, por ejemplo, ya pecaba entonces de las mismas extravagancias que hoy («Si la moda tiene alguna filosofía, será, en todo caso, la de probar que no existe lo absurdo»), y no digamos el entorno de la política, o más bien los políticos, blanco siempre de la crítica y campo fértil para conocer en profundidad, y con apenas unas pinceladas, los vaivenes de una época. Una época que llamaba a las puertas de una de las mayores catástrofes a las que estaba abocada la humanidad.

Por supuesto, no puedo pasar por alto, como tampoco hace Álamo en sus palabras preliminares, la simplificación en que en ocasiones cae a la hora de caracterizar a los gabachos, las inevitables comparaciones con España (léase, por ejemplo, «La insignificancia personal y la significación colectiva», o «Sobre el concepto ético del bandido», que en este caso defiende la superioridad moral del criminal hispánico). Tampoco su consecuencia en afirmaciones que podrían definirse como aforismos («La civilización no hace individuos, sino pueblos»), lo que da idea, como llevo diciendo, tanto de su buen hacer lingüístico como de sus perspicaces dotes de observación y de análisis. Aunque a veces (y lo aviso para los más sensibles españoles medulares), en ese escrutinio y en los sucesivos cotejos a los que indefectiblemente nos vemos sometidos, salgamos bastante mal parados.

 

 

 

 

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