«La forastera»: redención de la vida a través de la muerte

Horacio Otheguy Riveira.

Olga Merino ofrece un western muy español en ambiente rural con ecos de un Londres con mágica temperatura amorosa, que trastoca en desesperación. A partir de ahí la sombra de suicidas y crímenes de nueva estirpe ambientan el recorrido de una mujer desolada que, a veces sin conciencia, como sonámbula, da pasos firmes en la búsqueda de sí misma… de un poco de luz en sendas tenebrosas.

Una novela para degustar lentamente, saboreando sus páginas como si se tratara de un vino añejo, evitando la tropelía de querer leerla “de un tirón”, elogio malsano para cualquier buen libro que se precie, pues este siempre ha de reclamar momentos de reposo, descansos para que la emoción lectora dé paso a reflexiones variadas, empáticos encuentros entre quien lee y piensa, disfruta y se alarma…

Una joven española quiere liberarse de la pesada carga familiar y recala en un Londres bajo el inclemente dominio de Margaret Thatcher, pero Angie en realidad va por libre, a tientas, desconcertada, y en busca de mantenerse a flote acepta desnudarse para un pintor, el posado profesional se transforma en deseo y este se convierte en un amor ciego con el Támesis de fondo, el viejo río ronroneando la muerte sucia, angustiosa, que una y otra vez circula alrededor de la vida de la muchacha, luego mujer madura que, con las manos vacías, regresa a la vieja casa familiar en el pueblo donde rápidamente es motivo de cuchicheo; pero allí está, como la forastera de una película de cowboys con mujer al frente, estricta, arisca o muy dulce, dispuesta a averiguar qué ha pasado con algunos fallecimientos del pasado, qué hubo detrás de algunos suicidios.

 

 

Desde el comienzo nos lleva hacia un potente final sin perder el primer impulso.

Nunca defrauda.

Empieza así:

 

«Ellos no lo saben pero aquí estoy bien, con el huerto y los perros, las trochas y mis piernas. La cancela siempre está abierta. No les tengo miedo. Chismorrean. Saben que escondo una escopeta en la cámara del grano. Creen que estoy loca porque frecuento el cementerio, hablo en voz alta frente a la tumba de mi madre, bebo, me río sola, y apenas tengo trato con nadie. Tampoco me corto el pelo desde que murió mi mi vieja. Que estoy mal de la cabeza, dicen. Si acaso estoy loca de puro cuerda. Yo conozco mi sombra y mi verdad.

(…) Puedo imaginar lo que dicen. En el bar. En la almazara. En los corros de sillas que las comadres sacan a la fresca, frente a la casa de la sacristana. En la iglesia. Que deberían encerrarme. Que desde que falta mi madre estoy peor. Que fueron las drogas, como pasó con mi hermano. Que habría que derribar la casa porque está hecha una ruina. Que si fulanito me vio bañándome desnuda en la poza del río.

También inventan cosas sucias.

Murmuran que me entiendo con el cura y que por eso sube tan a menudo a traerme paquetes de la beneficencia. Que nos apareamos como lo hacen los perros, sobre las mayas y a la luz del día, bajo el ciruelo que mandó plantar la tía Emeteria a su muerte o allí donde nos coge el ansia de las bestias, vestidos o medio en cueros, con la prisa de los que huyen y sin mediar palabra. Eso solo sucedió una vez. Y fue dentro de la casa, sin sábanas ni cama, pero dentro de la casa, la noche en que supe que mi madre ya no amanecería y lo mandé llamar. La Jacoba, una prima lejana de mi madre estaba abajo, velando el cadáver en la habitación, mientras nosotros dos nos abrazábamos en el desván, junto al arc´n de nogal donde duerme la escopeta de cazar liebres, tordos y perdices, la repetidora de mis tíos que mi madre me enseñó a cargar por si algún malhechor se nos colaba en la casa».

 

«En Londres, cuando Nigel y yo paseábamos juntos por las orillas del Támesis, o después, cuando me acercaba ya sola hasta los viejos tinglados de los muelles, me parecía percibir el ruido de las cadenas, el olor de la herrumbre, el chapoteo desesperado de los ahogados, el sudor viejo de los cuerpos que descargaban de la barriga de los buques reses abiertas en canal. Son cosas mías, solo mías».

 

«Me buscó con dedicación la complicidad de los pezones. Sus dedos, su lengua, sus músculos, el calor de su cuerpo habían llegado para servirme, y quiso hacérmelo saber exasperando la lentitud (…) hasta que me dejé ir en un vuelo raso porque mi mente seguía alerta, atirantada como el arco a punto de soltar la flecha».

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OTRAS OBRAS DE OLGA MERINO

 

 

Espuelas de papel. Una novela donde estigmas de la guerra civil española se expresan con una carga vitalista admirable. Formidables personajes: En los años cincuenta, Juana, una joven andaluza, emigra con su familia a Barcelona huyendo del hambre y la pobreza. como una cenicienta de posguerra, entra a servir en casa de Salud Monterde y sus hijas, enriquecidas gracias a un asunto turbio. Cuando la vida desvanezca sus ilusiones, el amor de Liberto, el anarquista perseguido, será su único refugio.

Cenizas rojas. A los sesenta y seis años, Ginés Toyos Amezaga decide abandonar Moscú para acabar sus días en España, consciente de que al partir lo pierde todo; si es que le queda algo. Desde que la policía vino a por él para que identificara a su amigo Lenin, Ginés vive atenazado por el miedo, esperando que en cualquier momento ocurra lo inevitable. Por eso ha comprado un billete, sólo de ida, para España. Un accidente cuando era niño le obligó a huir y lo embarcaron rumbo a la Unión Soviética para salvarlo del hambre y de la guerra.

Perros que ladran en el sótano. Tras la muerte de su padre, Anselmo recuerda una vida marcada por el desarraigo que transcurre entre el Marruecos del protectorado y la España franquista. Desde sus inicios en el sexo con un joven marroquí, el descubrimiento de la infidelidad y la convivencia con una hermana extraña, casi mágica, se suceden imágenes y hechos que alternan pasado y presente y muestran la fractura entre lo que los personajes habrían querido ser y lo que en verdad son.

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