“Canciones de mar y tierra”, de Concha Méndez
Por Jorge de Arco.
Concha Méndez (Madrid, 1898 – Ciudad de México, 1986) supo desde su juventud que la sociedad machista y patriarcal donde había nacido sería un motivo inequívoco de contestación y rebeldía. Adelantada a su tiempo, reivindicó el papel de la mujer frente a la frustración que le provocaba saberse ninguneada y falta de los privilegios de los que gozaban los hombres. Ese lógico inconformismo, la convirtió en abanderada de la lucha por la igualdad y la tolerancia. Valga, como muestra, este ejemplo que ella misma relataba:
“Me hubiera gustado ir a la universidad. Un día acudí de oyente a un curso de literatura geográfica (…) Volví muy contenta a casa. Entré. Mi madre hablaba por teléfono y me llamó: `Venga usted aquí´. Al acercarme, me dio con la bocina en la cabeza. Me dio porque se había enterado por mi hermano de mi presencia en la universidad. Me abrió la sien y me saltó un chorro de sangre (…) Tuvieron que vendarme la cabeza y aún guardo la cicatriz. Ya era mayor de edad, pero pisar la universidad era imposible”.
Llegar a adulta, le supuso un cambio radical en sus sueños, pues, poco a poco, fue convirtiéndolos en realidad. Su proceso de independización se inició al par de lo que en primer tercio del siglo pasado fue la vida cultural madrileña. En 1926, dio a la luz su primer poemario, Inquietudes, donde dedicaba dos poemas a Rafael Alberti y Federico García Lorca. En 1928, editó su segunda entrega, Surtidor. En aquel tiempo, con la ayuda de sus amigos y en secreto, consiguió -en sentido literal- escaparse a Londres. Ella misma dejó escrito que aquella aventura fue “el despertar de mi realidad. Emancipación. Libertad. Lucha verdadera”. En sus memorias, Concha Méndez recuerda así aquel episodio:
“Me fugué como quien sale a dar un paseo. Para mis padres fue vergonzoso que me fugase de casa y se vengaron con el retrato que había pintado de mí Maruja Mallo, aquel en el que estaba reclinada con un fondo de cipreses. Lo que no pudieron hacerme a mi, se lo hicieron al cuadro: lo acuchillaron. Años después, me lo contó el chófer de la casa”.
Desde Gran Bretaña embarcó rumbo a Buenos Aires, donde en 1930 publicó “Canciones de mar y tierra”. Ahora, Torremozas las brinda a los lectores en edición de Fran Garcerá, quien en su jugosa introducción da cuenta de las vicisitudes vitales y literarias de la autora madrileña: “La práctica totalidad de los poemas que constituyen este libro se encuentran georreferenciados”. Así, Madrid, San Sebastián, Cádiz, Toledo, Tenerife, Biarritz, San Juan de Luz, Bristol, Cardiff, Montevideo, Ecuador, Río de Janeiro…, se tornan materia temática y emotiva acordanza:
No me pidáis pasaporte
porque no soy extranjera,
que las puertas de mi casa
son las de cada frontera.
Ni mandéis carabineros
por si llevo contrabando;
mi equipaje eran mis sueños
y ya se van despertando….
En 1932, contrajo matrimonio con Manuel Altolaguirre. Testigos de aquella boda fueron Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, José Moreno Villa, Federico García Lorca, Ernestina de Champourcin, Josefina de la Torre, etc. Aquel matrimonio realizó una tarea fundamental a la hora de difundir la lírica de entonces. Regresaron de Londres -donde había nacido su hija Paloma- y se trajeron a Madrid la imprenta que habían adquirido allí. La revista “Caballo verde para la poesía”, cuya dirección encomendaron a Pablo Neruda, nació de aquellas prensas, además de muchos de los volúmenes de la dorada Generación del 27. La desgraciada Guerra Civil puso fin a su hermosa labor y, tras su huida a Francia, ambos corrieron suerte desigual.
Incide Fran Garcerá en que este volumen es “la constatación física y tangible de que sus decisiones la condujeron por un camino propio y feliz”. Y, sin duda, que navegando por estos versos llenos de son, de armonía, de verdad poética, pueden adivinarse la fe y la devoción con la que Concha Méndez quiso ser -y fue- pionera a la hora de poner en orden aquello que tanto amó, la vida:
Al nacer cada mañana,
me pongo un corazón nuevo
que me entra por la ventana.
Un arcángel me lo trae
engarzado en una espada,
entre lluvias de luceros
y de rosas incendiadas
y de peces voladores
de cristal picos y alas.
Me prendo mi corazón
nuevo de cada mañana;
y al arcángel doy el viejo
en una carta lacrada.