Amazona: “Notó las gotas de sudor cuando una idea horrible tomó forma de repente”
Horacio Otheguy Riveira.
Nuria Bueno, guionista profesional, debuta con una novela que sigue unas líneas maestras del hoy tan sobreexplotado género negro. Utiliza con buen tino sus estándares y se aleja de ellos con un despliegue de talento admirable, para que sigamos atentos, momento a momento, la envolvente acción de una mujer felizmente seducida que se convierte en un ser desvalido, una y otra vez atropellado, hasta que otra mujer, en condiciones físicas y emocionales mucho peores que las suyas le señala lo que había sentido pero no se había atrevido a pensar en voz alta:
Un cepo. De tanto amor que dicen que nos tienen, de pronto sabemos que solo quieren un cepo para sus muñecas. Uno bien hecho. Muy bien hecho, de manera que solo puedan escapar locas y luego muertas…
Esta situación resulta capital porque da un giro considerable a la trama; una trama que —como diría el gran Graham Greene (UK 1904-Suiza 1991)— tiene su revés: avanza en el presente y reubica en el pasado, en la historia de amor y crueldad, con matices que siembran una tensión que, con potentes imágenes cinematográficas, difícilmente sería soportable en la gran pantalla o en una serie, no al menos con tanta verosimilitud como la novelista nos la expone.
Y entre muchos hallazgos, sobrecoge la creación de un policía en crisis que podría culparla seriamente de crímenes que ni ella misma puede asegurarse inocente, pero salta obstáculos y rompe moldes con tal de alcanzar a la mujer que es, una trágica Andrea a la que llevará su tiempo convertirse en una Amazona para defenderse del tormento de un psicópata.
En todo caso, una novela que atrapa con buenas armas, entre las que destacan personajes protagónicos y secundarios con muy atractiva síntesis y potencia creadora. Sin duda, aporta mucho a la vitalidad de las mejores novelas negras españolas.
Ya en las primeras páginas, un comienzo sobresaliente en el que abre las puertas de una experiencia vital alucinante en manos de un guapo y rico psicópata que brilla con la fuerza de un poderoso seductor:
—Voy a matar a tu hijo.
En aquel momento, el parque estaba lleno de conversaciones, gritos, risas, llantos infantiles, regañinas de padres, chirridos de columpios, el sonido de una pistola de juguete, una canción de C. Tangana en un móvil y, por detrás, el rumor constante del tráfico de una tarde normal en la ciudad, aunque fuera de pleno verano.
Adriana, que estaba guardando la botellita de agua de Edu en la mochila, se dio la vuelta para mirar a Marcos, sin conciencia plena de lo que había creído entender.
—¿Qué has dicho?
Esa pregunta coincidió exactamente en el tiempo con el acelerón, potente y ensordecedor, de una moto de alta cilindrada a pocos metros de ellos y con una llamada al móvil de su exmarido, quien la despachó en un par de frases sin quitar los ojos de Edu, que había subido al tobogán.
Mientras se guardaba el teléfono, Marcos levantó su clara mirada hacia ella.
—Perdona, ¿qué me preguntabas…?
—Te he preguntado que qué has dicho.
—¿Qué he dicho cuándo? ¿Ahora?
—No, antes… Cuando…
En ese momento, Edu llegó corriendo y trepó por la silla de ruedas de su padre para sentarse en su regazo, susurrarle algo al oído y estallar los dos, a continuación, en una carcajada interminable.
Mirándolos, a Adriana le pareció inconcebible. Había entendido mal. Marcos, quien jamás tuvo el menor gesto violento, ni una sola palabra insultante, había debido de hacer cualquier comentario corriente y a ella la había engañado el oído. Esas cosas podían pasar; pasan, de hecho, con mucha frecuencia. Es más probable haber creído oír una atrocidad inconcebible que haberla oído realmente. Es más habitual que te digan «He olvidado comprar algo en el supermercado» que «Voy a liarme a tiros en el supermercado», aunque hayas entendido esto último porque no estabas prestando mucha atención, porque había mucho ruido ambiental, porque tenías la cabeza en otras cosas o porque has sufrido un terror tan intenso y constante durante un periodo tan largo de tiempo que tu mente ha quedado, como es lógico, afectada y a veces se despeña por el barranco de lo improbable en vez de quedarse en el sendero de lo anodino, lo normal, lo que le pasa a la mayoría de la gente.
—Déjalo, no es nada —le dijo Adriana a Marcos cuando Edu se bajó de las rodillas de su padre para regresar a los columpios.
Y no era nada, no debió de ser nada, porque siguieron hablando con toda normalidad de cosillas de aquí y allá, del niño, del calor, del trabajo de él, de los planes para el verano, y él estaba como siempre y ella también. Y el sol se filtraba por las hojas y de una fuentecilla salía un chorrito plateado que se curvaba con gracia; unos niños pasaron comiéndose un helado de cono. Y luego se hizo tarde y Edu y ella se despidieron de papá y se fueron a casa, a la suya, donde vivían los dos ahora.
Esas seis palabras (voy-a-matar-a-tu-hijo) se diluyeron y el tiempo siguió fluyendo a través de las rutinas habituales.
Sin embargo, un malestar muy pequeñito, diminuto, se quedó aleteando en la trastienda del cerebro de Adriana. Tan pequeño que no interfirió en el resto de las cosas que hizo aquella tarde y durante la noche, pero que persistió en su aleteo e hizo que, a las 3:54, se despertara y se sentara en la cama de golpe, con la respiración acelerada y empapada de sudor, sin poder recomponer qué pesadilla en concreto, qué imagen, qué era lo que la había asustado tanto.
No pudo y no fue hasta la mañana siguiente, a la hora del tentempié, mientras dudaba si desenvolver su sándwich aplastado y comérselo, o no, cuando reaparecieron las seis palabras y le congelaron toda la piel de golpe aun sin estar segura de si en realidad las había oído.
«Voy a matar a tu hijo.»
Serge Marshennikov (Rusia, 1971) pinta óleos (la ilustración corresponde a su colección: Las bellas durmientes) que deambulan entre la inocencia y el erotismo con un realismo desconcertante. Nos llama la atención que son mujeres libres, sin ataduras. Que no las limita la piel. Dejando al descubierto sus atributos, con sus largos cabellos que nos hablan de sensualidad, de juventud. El artista deja a la vista su corporeidad y su perfecta anatomía en el reposo de una sexualidad fascinante. Imágenes que se asocian con facilidad a la cadencia de Amazona, donde se describen pasiones con la libertad, precisamente, que provee el ensueño de los mágicos encuentros. Adriana vive con intensidad lo que luego se transformará en un concatenado de violencias por afán de absoluta posesión…
«… tenía la cara de Adriana entre las manos y la estaba besando con una intensidad que ella no había visto venir. La besó y la apretó contra él y la acarició como para compensar toda la espera. Luego la llevó a su casa.
— Este trato hay que cerrarlo como se debe —le dijo al oído, sujetándole fuerte los brazos por encima de la cabeza mientras se la follaba bien, despacio pero con contundencia, compensando ya del todo, ahora sí, la espera y las dudas…».
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«… Tirado bajo el tocador estaba su bolso. Debajo de él había un trapo manchado. Ese trapo era una camiseta suya, le pareció. Sí: una camiseta rosa con las palabras Palm Beach, estampadas en la parte delantera. ¿Por qué tenía esas manchas? Alargó la mano y agarró la prensa. La sacó de debajo del bolso y la levantó ante los ojos.
Estaba manchada de sangre. Ese restregón era sangre. Sintió náuseas. ¿De quién era? ¿A quién pertenecía? No a ella, no podía ser, era demasiada, estaba en toda la prenda. ¿Pero cuándo se había puesto ella esa camiseta? Notó las gotas de sudor picando al brotar de la frente. Tenía la garganta seca.
Una idea horrible tomó forma de repente. Soltó la camiseta, que cayó delante de ella laciamente, y se tapó la boca con las manos…».