“La palabra primera”, de Mario Pedrazuela
el silencio poético esencial
Por Mario Álvarez Porro.
Cuando San Agustín, en sus Confesiones, hablando a la sustancia de lo divino enterrado en él la califica como «interior intimo meo» – lo más interior de lo más íntimo mío –, nos da a entender que hemos de buscar la verdad en nuestro propio interior, ya que sólo en las simas de nuestra propia alma hallaremos la luz. Las palabras del santo de Hipona nos llegan claramente, en su resonar a través del tiempo, a través del verso machadiano: «Sólo eres tú, luz que fulges en el corazón, verdad».
Mario Pedrazuela Fuentes (Segovia, 1973), doctor en Filología y profesor titular en la Universidad Rey Juan Carlos, retoma con este mismo espíritu en La palabra primera (colecc. raro Pegaso – Ediciones En Huida, 2024) la actividad creadora, pues aunque cuenta con una extensa bibliografía como investigador, tan solo tiene publicado con anterioridad un libro de poesía, Mármol (1997), un conjunto de poemas acompañado de ilustraciones de Carlos Matarranz.
Desde su título en esta nueva entrega, se nos alude a la divinidad por medio del logos, remitiéndonos directamente al primer versículo del evangelio de San Juan: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios». Asimismo, las citas que preceden al conjunto poemático, pertenecientes a Fray Luis de León y San Juan de la Cruz, no hacen sino acrecentar su vinculación con la literatura espiritual por medio del deseo de una introspección, digámoslo así, negativa. Tan solo la cita correspondiente a Ricardo Reis, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, da una pátina de laicidad a ese deseo de encuentro con uno mismo.
Según su autor, la obra nace de una experiencia meditativa de muchos años. En ella, se trata de expresar con palabras lo que se siente a través de la práctica de la meditación diaria y la búsqueda de ese silencio interior que permite el encuentro entre la mente y el cuerpo, la unicidad del yo y la fusión con todo lo que nos rodea. Estamos, por tanto, ante una especie de diario meditativo en el que unas veces se consiguen esos objetivos y otras estás muy perdido y alejado de ellos.
En consecuencia, asistimos en La palabra primera a una colección de cincuenta y cinco meditaciones que, por su carácter devocional y su tono litúrgico, equiparan la poesía a la oración, algo a lo que alguna vez he referido como «palabra interior en silencio». En concreto, nos encontramos ante una serie de invocaciones o cantos que conforman una salmodia o conjunto de salmos, que adoptan una dispositio de itinerario o camino de perfección, a imitación de la literatura espiritual, conformado por vías o etapas, de ahí la enumeración de los poemas bajo la denominación de «silencios», ya que son sucesión de una misma monodia, donde la voz lírica busca desesperadamente la iluminación que llegará a través de su propia negación para así alcanzar la unión con lo poco divino que queda en él: «Cuando mis fuerzas más / quebradas se encontraban, / en pradera el camino / se convirtió, y a lo lejos / podía verte como una / luz que nunca se apaga» (Silencio N.º 3).
La escasez de ruido por medio de este silencio continuado alude directamente a la Oda a la vida retirada de Fray Luis de León, ya que, como se nos indica en el Silencio N.º 14, «en ruido los hombres / me convirtieron», y la búsqueda de paz y sosiego se convierte en algo prioritario, pues deviene en sabiduría; es decir, en palabra, «la palabra primera» por la que se alcanza la plenitud:
Silencio N.º 22
Con la serenidad
de un gran maestro,
me enseñas el significado
de la palabra primera.
Aquella que apaga el rumor
que vive en mi interior.
Esa acción, por parte del yo lírico, de búsqueda activa de una palabra esencial que lo sacie de tal insatisfacción, nos remite ineludiblemente al Cántico espiritual de San Juan de la Cruz:
Silencio N.º 2
En las mañanas salgo a buscarte.
Por el sol
que no ha nacido.
Por el agua helada
que me bautiza.
Por la calma
de las canciones del pasado.
Tu mirada me recorre.
Indica una salida
por la que escaparme.
No obstante, la constante presencia de tentaciones, peligros y obstáculos, entorpece constantemente la búsqueda, ya que la existencia humana es entendida aquí como una lucha contra todas esas adversidades, todo ese ruido del que se pretende huir. Con esto, se vivifica el tópico literario «vita militia», que proviene del Antiguo Testamento, concretamente del primer versículo del libro séptimo de Job, donde se nos indica: «Milicia es la vida del hombre sobre la tierra».
Silencio N.º 4
Un ejército equipado
de insospechadas armas
sale a mi encuentro.
Combatir contra sus ruidos,
sus movimientos, sus colores
supone una derrota segura.
Ellos nada de mí esperan
y a cambio todo me ofrecen.
Tú te alejas mientras divisas
el polvo y el humo.
De la batalla queda
tan solo mi cuerpo malherido.
Como consecuencia, la vida es entendida como una lucha contra todo aquello que nos aleja de la virtud, y donde el hombre, por ende, ha de luchar para no dejarse seducir por los bienes terrenales y mantenerse receptivo a esa «palabra primera» que le permita alcanzar la plenitud: «En esos momentos / en los que desterrarme / de mí quisiera, / me recibes con la primera palabra / que me consuela y acompaña» (Silencio N.º 12).
Sin embargo, «las guerras nunca se acaban» (Silencio N.º 21) y a cada momento surgen nuevas dificultades, ya que «emerge un nuevo un ejército» (Silencio N.º 23), y así, «entro en batalla / sin anhelar victoria» (Silencio N.º 18). Ante tanta devastación, tan solo «tu hermosura serena / me calma, me protege» (Silencio N.º 19), ya que «cada día que a ti me acerco / tu silencio se vuelve / más elocuente» (Silencio N.º 20), por medio de ese saber sin entender sanjuaniano: «Aunque no sea capaz / de entenderte, / sé que estás en lo cierto» (Silencio N.º 27).
De esta forma, el yo poético será toda entrega, «para que me libres / del océano de vida en la muerte» (Silencio N.º 29), introduciendo en este momento final el concepto de kenosis (del griego κένωσις: «vaciamiento») que, en la teología cristiana, señala el vaciamiento de la propia voluntad para llegar a ser completamente receptivo a la voluntad de Dios. He aquí la única vía que nos vincula con lo poco divino que queda en nosotros, mediante el abandono de uno mismo o la anonadación: «Abandonando mi esencia de hombre / para profundizar más en mí / y así me descreo» (Silencio N.º 46).
Mario Pedrazuela Fuentes alcanza en esta nueva obra enormes cotas de profundidad al revestir su poesía con una estética basada en la brevedad y el fragmentarismo por la que pretende sugerir más que decir alcanzando la unicidad del canto como invocación a la sustancia de lo divino encerrada en todos nosotros, equiparando con ello meditación y oración a poesía. Supone, al mismo tiempo, un intento de sacralización de la palabra poética por medio de una expresión asentada en el predominio de la sustantivación abstracta con la que se desea nombrar la sustancia frente a una escasez evidente de adjetivación, exceptuando algún que otro fragmento. Asimismo, procura ahondar en la experiencia meditativa con la ayuda de la abundancia de imágenes traslaticias que permitan hacer presente lo que es y no está.
En cuanto a las influencias poéticas, son muchas y variadas. Están muy presentes los místicos, sobre todo San Juan de la Cruz, así como la ascética, con Fray Luis de León, pero, también, Rilke y las Elegías de Duino, T. S. Eliot y el Cántico de Jorge Guillén. Igualmente, existen conexiones con los últimos libros de José Ángel Valente o los del filósofo Josep María Esquirol.
En suma, asistimos en La palabra primera a la convergencia de dos experiencias, la poética y la mística, en las que no hay diferencia de naturaleza, ya que su finalidad es exactamente la misma, la iluminación, y con la que se persigue únicamente la conciliación entre el ser y la existencia, entre lo que somos y quienes somos. En esa inexorable colisión entre esencia y existencia, el silencio y la meditación aparecen como excelentes métodos terapéuticos y de conocimiento personal, aunque, también, de reconexión con lo poco de divino que queda en nosotros, ya que, como nos enseñara Antonio Machado: «Quien habla solo espera hablar a Dios un día».