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«Los nombres sencillos de las cosas», de Victoriano Crémer

Por Jorge de Arco.

La perdurabilidad de nuestro tiempo se ha tornado inmediatez teñida de cierta desesperanza. Lo instantáneo parece haber sustituido a la meditación. Y, todo ello, pareciera derivar en una ligereza, en una aparente frivolidad que hace perder lo esencial de nuestra humana naturaleza. La fascinación por el fantasmagórico ámbito de lo tecnológico no es sino un signo latente de nuestra debilidad actual. Si llevamos estas consideraciones al espacio de la creación, encontraremos, en ocasiones, la aceleración que demandan quienes anhelan pasar del anonimato al reconocimiento en tan corto espacio y quienes han puesto al servicio de su inspiración una velocidad muy poco recomendable.

La lectura de Los nombres sencillos de las cosas (Averso. Granda, 2024) de Victoriano Crémer, devuelve al lector la obra pausada, coherente y rigurosa de un autor imprescindible para entender la poesía española del pasado siglo.

La atinada selección de los textos ha estado a cargo de Pablo Quintela y el jugoso prólogo viene firmado por José Enrique Martínez. En él, se nos hace saber de las vicisitudes vitales del autor burgalés (1907), que se afincase definitivamente en Léon con su familia en 1917. Hasta su muerte (27 de junio de 2009), Victoriano Crémer vertebró una amplia obra literaria -periodística, ensayística, teatral, novelística…- y, sobre todo, poética. El mismo año de su adiós, la editorial Calambur publicó Los signos de la sangre (1944 – 2004), dos volúmenes -mil quinientas páginas- que recogían el total de su creación lírica -a excepción de su primer y último poemarios, Tendiendo el vuelo (1928) y El último jinete (2008)-.

De ambos, sí recoge una muestra esta antología que “permite vislumbrar la prodigalidad y riqueza de una escritura que ocupó una vida prolongada y fecunda. [Crémer] dio cuenta de su tiempo y ejercitó en cuanto pudo la libertad personal con el enjuiciamiento de la actualidad y la crítica que lo rodeaba. Fue, en suma, una conciencia alerta ante sí mismo y ante el mundo”.

En estas páginas, que hacen justicia al revitalizar la figura de un espléndido escritor, se despliega un universo que determina una perspectiva humana, de inmanencia con el mundo que gira en derredor de un yo plural y, en donde lo solidario, se hace complemento imprescindible a la hora de sostener lo más querido. Lo interior y el exterior del alma se hacen uno para superar los momentos de temor, de angustia, y mudarlo hasta convertirse en Fábula de esperanza:

Era la madrugada. La luz pura,
resistía el apremio de las cosas,
ansiosas de perfil, entre la bruma.

Despertaban las aguas y los pájaros,
y, así la noche de silencios, todo
se iba poblando de menudos astros.

 (…)

Oh Poetas; cantad al mundo bello,
su castidad de luna, la alegría
de este incansable hacerse, siempre nuevo.

 

Anota el citado José Enrique Martínez que “amor, Dios, muerte y patria, es decir, los gozos y las angustias existenciales, y las circunstanciales del aquí y el ahora”, son el núcleo principal que fulge en la temática de Victoriano Crémer. Y, en verdad, a lo largo de su dilatada trayectoria, su decir fue incidiendo en esas materias, en las que la memoria y el mañana también tuvieron cabida y se aunaron al hilo de una visión capaz de aprehender un aprendizaje íntimo, si unánime en su compromiso con la humanidad. Junto a ese lado empírico, de sabiduría y madurez -su lucidez mental se alargó hasta los 102 años-, su verso fue creciendo a un ritmo sólido, sustancial y, también, ejemplar para generaciones sucesivas: 

                        Vivimos en el tiempo

            De lo hondo de la calle asciende un lento hervor de humana servidumbre.

            Hasta aquí llega el sol. Le estoy agradecido por esta compañía silenciosa.

            Escribo lentamente, levantando los ojos del papel.

                       (…)

            Abandono los pliegos sobre la mesa.

                       Comprendo mi pobreza

            y mi alegría.

 

Firmo y rubrico.

                                               Un nombre.

                                                                      Es todo lo que tengo.

 

Una compilación, al cabo, que ahonda en el sentir de un hombre de letras, de hondas y vívidas raíces, que hizo de su existencia razón de lumbre, lucha “…por abrirse paso a golpe/ de sangre hacia el amor…”.

 

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