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Las peculiaridades más llamativas de ‘La broma infinita’

GASPAR JOVER POLO.

Esta novela de David Foster Wallace me recuerda a otro gran producto narrativo, a Escuela de mandarines, la novela más conocida del escritor español Miguel Espinosa, en el sentido de que, por un lado, ambas obras parecen llevarnos a un mundo lleno de imaginativas ocurrencias, a un espacio inventado por el novelista –La Broma infinitiva en forma de ciencia ficción y Escuela de mandarines con el aspecto de una ucronía, de una hipotética reconstrucción de la historia–, cuando la verdad es que los dos libros se preocupan, sobre todo, por describir la realidad política, social y cultural que padecen sus respectivos autores; de tal manera que es como si ninguno de los dos se tomara demasiado en serio el subgénero en el que incluyen sus argumentos. La broma infinita está ubicada en un futuro no demasiado lejano al parecer, en una etapa en la que el desarrollo del sistema capitalista es tan poderoso, que los años reciben el nombre de un producto presente en el mercado o de una marca comercial: “Años de la Muestra del Snack de Chocolate Dove”, “Año de la Ropa Interior para Adultos Depend”, “Año de los Productos Lácteos de la América Profunda”; pero este y otros detalles de tipo futurista aparecen demasiado espaciados y escasamente desarrollados (las enormes catapultas que lanzan la basura al espacio, la unión de EEUU y de Canadá en una sola organización estatal) como para que produzcan un efecto consistente y constante en el lector.

En ambos casos, el salto hacia adelante o hacia atrás en el tiempo constituye más bien el envoltorio, con la intención última, tal vez. de que el mensaje principal, la crítica feroz al modo de vida capitalista, no resulte demasiado directo y obvio; como si a ambos autores les diera pudor enseñar todas sus cartas, o como si les pareciera mejor, más literario no seguir la línea recta en el desarrollo del asunto que más les preocupa. En el caso de La broma infinita, a los detalles futuristas no se les da demasiada peso, y, en consecuencia, es el lector libro el que tiene que deducir con algún esfuerzo que está leyendo una novela de ciencia ficción. Y esta característica resulta muy curioso porque, como los años futuros en los que transcurre la trama argumental no llevan cifras sino nombres de productos comerciales, es imposible que el lector se haga una idea de hasta dónde ha ido a parar hacia adelante en el tiempo cuando está disfrutando de esta novela.

Claro que la mayor parte de los personajes y de los hechos, no solo el subgénero al que pertenece, carecen de presentación en esta extensa obra de cientos de páginas. Me parece que es todo lo contrario de lo que sucedía en la narrativa del realismo decimonónico, en la que, al entrar en acción un personaje, sin falta y acto seguido, se le describía e incluso se resumían los hechos más importantes que habían marcado su trayectoria vital. No se ofrece ninguna presentación en La broma infinita, sino que van apareciendo los numerosos protagonistas y se van poniendo a actuar sin que sepamos de dónde vienen o cuáles son la mayor parte de sus principales características físicas, sicológicas, sociológicas; vuelven a aparecer y a actuar muchas otras veces y, solo a mitad del libro, conseguimos acceder a una explicación algo más completa sobre quiénes son y cómo son.

La broma infinita presenta también la peculiaridad de que, al mismo tiempo que está escrita por un autor estilista, por un artista de la palabra, es una novela que cuenta muchísimas cosas, que está repleta de personajes y de tramas paralelas. Resulta continuamente entretenida de leer porque pasan muchas, muchísimas cosas a lo largo de sus más de mil páginas.

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