¿Adiós a las librerías?

 

José Luis Trullo.- En un texto titulado “Sobre la lectura y los libros”, incluido en el libro Parerga y Paralipómena (1851), Arthur Schopenhauer escribe: “Nueve décimas partes de toda nuestra literatura no tiene otra finalidad que sacar algún dinero del bolsillo del público. Autores, editores y críticos están coaligados a este fin”. Según el filósofo alemán, el propósito de todos ellos respecto a la llamada sociedad culta es “amaestrarla para que lea ‘a tempo’, es decir, siempre lo mismo, siempre la última novedad y, con ello, tener en sus círculos sociales materia de conversación”. La literatura, en la época de la imprenta, asumiría un valor antes social que artístico, pues la finalidad de leer no sería tanto formarse intelectual o espiritualmente, como hallar modos cómodos de trenzar y sostener relaciones mundanas. Si “la gente, en lugar de leer lo mejor de todos los tiempos, lee únicamente lo más nuevo” es porque las novedades editoriales -como los estrenos teatrales y de cine o, en general, cualquier fenómeno más o menos inaudito, al menos en apariencia- renuevan la ocasión para entablar conversaciones presuntamente cultivadas, cuando en realidad a duras penas logran ocultar su carácter frívolo y mundano.

¿Ha cambiado el panorama editorial y libresco en el más de siglo y medio transcurrido desde que fueron plasmadas estas palabras? No, por supuesto que no, antes al contrario: las librerías apenas comercializan ya lo que antaño conocíamos con el mistérico nombre de “fondo de catálogo”; las propias editoriales borran de sus existencias aquellos títulos que no han conocido un éxito inmediato, ya que los costes de almacenaje acaban devorando los ya de por sí magros beneficios. Los propios compradores de libros se decantan frecuentemente por el libro que anda en boca de todos, no vaya a ser que en sus amaneradas tertulias (reales o virtuales) no estén al cabo de la calle y se sientan desplazados, aislados en un rincón.

El resultado es que el auténtico amante de los libros, el que ve en ellos, no una ocasión para la charla insustancial, sino un camino para la propia formación personal, en una librería del siglo XXI se encuentra en un territorio extraño, cuando no hostil. Los mesas de novedades aparecen atestadas de títulos recién horneados que deben ser consumidos casi en el mismo día, pues -a semejanza de la baguette de masa congelada que a punto está de acabar con las panaderías tradicionales- dentro de un par de meses, a lo sumo, se habrán endurecido hasta resultar incomestibles: ya nadie hablará de ellas…

Por otro lado, nunca han sido las librerías -a despecho de la cursilería que suelen utilizar los presuntos letraheridos para referirse a ellas- unos recintos especialmente sagrados; su vocación es comercial, mercantil, social, y expide lo que se vende, como una gasolinera surte de gasolina o una frutería de tomates y manzanas. Si un lector dotado de autonomía intelectual y vocación personal ha querido localizar obras de auténtico valor, lo habitual es que tenga que acudir a las librerías de lance, a las bibliotecas y, en la actualidad, a internet.

Decenas, cientos de autores de referencia, cuya solvencia está fuera de toda duda, no encuentran acomodo en las librerías del siglo XXI. Sin embargo, miles de alfeñiques literarios acaparan toda la atención de unos lectores que, eso sí, se verán a sí mismos como detentores de una alta capacidad crítica, pues… ¡están al día! La actualidad lo devora todo en el altar del instante; no hay tiempo para emplear lo que se lee en madurar un pensamiento propio, en entablar una relación dialéctica con lo leído: hay que leer mucho y rápido, opinar a bote pronto y pasar a toda velocidad al próximo título, ¡la farsa debe continuar!

En este contexto, yo, personalmente, hace muchos años que no piso una librería “física” para adquirir un libro de mi interés: no lo encontraría. No me duele que estén cerrando de manera masiva, engullidas por las grandes superficies comerciales: es el justo castigo por haber cedido a la lógica devoradora de la novedad permanente. Cuando quiero hacerme con un volumen valioso para mí, lo adquiero a través de la red a algún librero virtual o en rastrillos electrónicos; si prefiero dejarme sorprender, voy a un mercadillo y me embriago con ejemplares de otras épocas, seguramente igual de pésimas que esta, pero también más lejanas, y por ello inocuas. Claro que, en mi caso, nada de esto tiene demasiado mérito: no soy crítico profesional ni participo en tertulias literarias; si expreso mi opinión (por escrito o de viva voz) es siempre sobre alguna obra que me atañe personalmente, con la que he mantenido y quiero seguir manteniendo una relación entrañable, cuerpo a cuerpo, íntima y sustancial. ¿Que con mi actitud el mercado editorial se hundiría y la cultura -en su acepción más casquivana: en cuanto conjunto de artículos de consumo masivo- no podrá perdurar? Qué quieren que les diga… me importa un bledo. Puede que, incluso, con ello se abra una nueva oportunidad para la literatura, el pensamiento y el arte, despojados ya de su actual valor de cambio, reconducidos por fin a su auténtica dimensión intelectual y espiritual, de la que nunca deberían haber abjurado. Ya veremos.

 

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