‘La edad de los protagonistas’, de Gabriel Ramírez Lozano
DANIEL GONZÁLEZ IRALA.
Concebida a partir del conocimiento y estudio exhaustivo de dos grandes obras clásicas, que son El extranjero de Albert Camus y El guardián entre el centeno de J.D. Salinger, esta novela publicada en 2003 resulta siquiera hoy aún más recia y profunda de lo que quizás en su día consiguió hacer llegar al público lector.
Dividida en tres partes, en Cosas que pasan, Ramírez despliega en torno a una serie de alardes técnicos y vívidos todo el desagradable campo semántico que veíamos en El crimen de Cuenca de Pilar Miró, en torno a lo que descubriremos es un policía chusquero, Tocornal, que responde al prototipo de hombre del régimen franquista ambientado en esa nebulosa que une ambas etapas de la Historia. En el estilo predomina como ya anuncia una de las dedicatorias, el monólogo interior formado a partir de imágenes poderosísimas y que a veces no rematan, o no quieren hacerlo, a lo Chandler en Adiós muñeca, pintándonos universos desconocidos, pero fácilmente identificables de una época, como ese Buenafuente que en pocas líneas se traza como un lugar de escapatoria a un horror mayor. Los críticos dijeron que la novela trata desde Meursault y Holden Caulfield de anular todo resquicio del yo; en este sentido, y al ser primera obra es aquí donde encuentra su lado más obsceno y, a la vez, más arriesgado. No a todos gustará retrotraerse tanto a un pasado donde solo los que son crueles sobreviven, pero ¿cuáles son las consecuencias de una guerra como la que aquí vivimos, si no esas?.
En Diarios, descubrimos que ese monólogo interior era de pura supervivencia y subyace ese lado humano de los personajes que grita por salir y aullar de una vez por todas siquiera sus carencias y necesidad de ser («siento ganas de desaparecer sin apenas dejar un recuerdo que, por su levedad, deje indiferentes a todos cuando pase por su mente queriendo hacerse notar») a la vez que se descifra el sentido del enigmático título.
En tiempos donde nos quejamos de sentir ese continuo síndrome del impostor woke, leer esta novela pone a cada uno en su sitio rápido, recordándonos más que una ideología, la urgencia de actuar hoy, aquí, ayer, hoy, mañana, siempre. Porque esto es España, y porque esta novelita modesta pero gritona, obscena y quizás en exceso castrense como su autor, no mira las verdades con medias tintas.
La breve conclusión, desenlace o como quieran llamarlo, carga las tintas sobre el estamento religioso como no podía ser de otro modo, o cómo este ante la muerte por garrote vil, rema también al son que más interesa sin mirar por nada ni por nadie.
Dicen que cuando la guerra —en este caso la posguerra— llega, lo primero que desaparece es el ser humano y su verdad. Esta novela no proyecta ese humanismo, sino que opta por meternos en la cabeza de los que quieren vomitar de asco y no pueden, de aquellos que ven el mundo desde ese ahogo que punza el corazón e inevitablemente nos paraliza; en este sentido es un pellizco al órgano que nos mueve, que va de la frase manida y mil veces repetida a lo oscuro del ser humano, seguro de que al llegar a casa encontrará al menos una bombilla o punto de luz para iluminarla, también como en Faulkner, además de como los escritores ya citados, auténticas reliquias literarias con legiones de lectores a la sombra, como sus protagonistas, tengan la edad que tengan.
Y es que cuando «cada movimiento lo realizaba con la cadencia justa, queriendo disfrutar del placer de sentirse único. Encendió un cigarro, tomó el papel, un lápiz y comenzó a trazar líneas que, ni él mismo, sabía lo que terminarían representando», cuando en el mismo clima opresivo, alguien piensa así, es que tenemos tanto que contar, y a la vez tan poco, que el silencio de los años es la mejor respuesta.