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El manual del tirano

El otro día descubrí una docuserie —término de moda— la mar de curiosa: Cómo se convirtieron en tiranos, en Netflix. A lo largo de diversos capítulos, narra tanto el proceso que siguieron algunos de los dictadores más famosos de la historia moderna para hacerse con el poder, como las herramientas que utilizaron para conservarlo. La voz en off de Peter Dinklage, el enano —persona con acondroplastia— de Juego de Tronos, acompaña a la narración con el tono satírico propio de él. Como siempre digo, humor y horror son las dos caras de la misma moneda.

Un elemento característico de la docuserie es El manual del tirano, un libro ficticio que recoge estas técnicas. Todos a la página 34: capítulo 4, Control de los medios. No, no; regresemos a la 12, Búsqueda de un enemigo común. Eso es, un cabeza de turco.

Para convertir cualquier democracia en un totalitarismo se requiere de varios elementos, a listar: un pueblo asustadizo y débil, con ganas de venganza si esta se basa en el oportunismo; una sociedad hastiada de soportar pesos que considera impropios; un chivo expiatorio que comparta territorio con los nacionales «de verdad», que sea minoría y al que poder expropiar y machacar; un buen equipo que convierta una partida de ajedrez político en un wargame desequilibrado —a tu favor, por supuesto; tus fichas deben de tener unos atributos mucho mayores que los del rival—; la complicidad de unos pocos que llamen a otros pocos, y estos a otros, e hinchen la burbuja hasta convertirla en un monstruoso globo que absorba toda forma de vida que transite por las calles…

Cuando estos elementos comiencen a tomar forma, tú, como aspirante a dictador, tendrás un núcleo fuerte de seguidores leales que te protejan ante posibles intentos de asesinato, así como células cancerígenas expandiendo tu discurso enfermo a familiares, compañeros de trabajo y vecinos. La sociedad, ese inexorable telón de acero, se agrieta. El viscoso icor de tu veneno supura por esas fallas. Llegado el momento, algunos periodistas se unirán a tu causa. A fin de cuentas, están igual de jodidos y cansados que el pueblo llano. Darán alas a tu manifiesto, a tu ideología. Y en boca de los que saben hablar —de los que cobran por hablar—, es normal que tu parábola parezca una exposición de las enseñanzas de Jesucristo.

Querido lector, si quieres, te invito a realizar un experimento. La próxima vez que defeques, ingéniatelas para recuperar el trofeo sin mancharte y envuélvelo en papel de aluminio. Después, revístelo con papel de regalo. Hazle un lacito. Ponle una pegatina cuqui; un reno de Papá Noel o una galletita de jengibre servirán.

Ahora organiza un Amigo Invisible con tu grupo de familiares, compañeros de trabajo y vecinos. Quedad en abrir los regalos en casa. A fin de cuentas, estamos empezando el experimento. Alguien se llevará tu chorongo a la intimidad del hogar. Hablará de ello a su esposa y a sus hijos —«¡Uno de esos hijos de puta me ha envuelto una mierda!»—. En la escalera se lo contará a la ancianita del segundo, a la que las cataratas apenas le dejan ver. Y en la próxima reunión, levantará la mano, el índice temblando, y dirá con tono apocado pero firme: «¿A quién cojones se le pasó por la cabeza la idea de que regalar un chorongo era gracioso?».

Seguro que más de uno y de dos se descojonan. Se correrá la voz —«A Miguel le regalaron una caca. ¿Te lo puedes creer?». Como los humanos somos así de cínicos, escucharemos un sinfín de palabras compasivas y condescendientes. Para arreglarlo —¿por qué si no?— propón volver a organizar un Amigo Invisible. Miguel, a quien tu excremento le llegó envuelto en azar, buscará venganza. Le pondrá mucho ímpetu a la hora de preparar su propia mierda para el reparto. Y tú, como lo llevas en la sangre, repetirás. Algún otro participante lo habrá encontrado gracioso y querrá continuar con la broma.

Si repetimos este experimento un cierto número de veces, el Amigo Invisible se verá reducido a un MPS, Mierda Por Sorpresa. Como la vocecilla se corre cuando el tema está podrido, alguien implementará el mecanismo de envolver excrementos en otros grupos. Y así, si le das el tiempo suficiente, el cáncer de los MPS acabará derrocando al agobiante imperio de los Amigos Invisibles. Si algún tertuliano enterado le da el altavoz televisivo, los plazos se acortarán. Y ¿a quién culpar? Al tonto del grupo, o al tímido, o al que «tiene fama de», aunque no haya sido él.

Y diréis, entre tanta mierda y totalitarismos, ¿a dónde quieres llegar, Héctor? Llega al punto de una puta vez, por favor.

Cuando los grupos de Amigos Invisibles sean sustituidos por conciliábulos de MPS podridos de odio, tú, amigo, que sembraste ese primer paquetito rodeado por un lacito y con esa galletita de Shrek que decía que fue horneada por Jero el Pastelero, ese que tenía una pinta tan cojonuda, reúnes a los tertulianos, coordinas un mensaje esperanzador para devolver los Amigos Invisibles a la sociedad, y te eriges como faro de luz y de salvación ante un problema que has creado tú. Como diría un grande: «Es un plan perfecto, sin fisuras».

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