«Ripley»: Enfermizo festín visual
Por Carlos Ortega Pardo.
Contra todo pronóstico y frente a hypes del tumefacto calibre de ‘Shôgun’ (ídem, 2024) y, especialmente, ‘El problema de los tres cuerpos’ (‘3 Body Problem’, 2024), la serie de esta primavera —a efectos artísticos al menos— ha resultado ser un producto de muy diferente naturaleza: la puesta en imágenes —por tercera vez— de la célebre novela de Patricia Highsmith ‘El talento de Mr. Ripley’, en blanco y negro, con cadencia calma y ambiciosas aspiraciones estéticas. Una obra definitivamente de otra época hasta tal punto que, en palabras del crítico Pere Solà Gimferrer, «no parece de Netflix».
En efecto, ‘Ripley’ hace gala de una fotografía deslumbrante, no en vano firmada por un Robert Elswit de brillante currículum. Aquí nos obsequia con el fruto de la fecundísima cópula a cuatro bandas entre noiramericano, expresionismo alemán, neorrealismo italiano y la precisa geometría de los planos de Antonioni. Todo lo cual enmarcado —poseído, fagocitado— por la belleza decadente y milenaria de Italia. Los primeros episodios, cuando la vista todavía no se nos ha acostumbrado a semejante festín visual —embrutecidos como estamos por los usos y abusos algorítmicos que cimentan las plataformas de contenidos—, constituyen una experiencia epifánica voraz.
A nivel argumental, ‘Ripley’ demanda del espectador cierto ejercicio de suspensión de la incredulidad a fin de pasar por alto un puñado de subterfugios —presentes asimismo en el original literario y en las dos adaptaciones cinematográficas— sin los cuales no habría historia. Principalmente la facilidad con que el túrbido protagonista logra ganarse la confianza del despreocupado ricachón Dickie Greenleaf —la propia displicencia aristocrática con que éste se desenvuelve supondría una explicación aceptable para ello— y las sucesivas fintas, algunas ciertamente abracadabrantes, gracias a las que se libra de sus perseguidores. Por ejemplo, cuesta bastante creerse el éxito de su última entrevista con el inspector Ravini. Quizá por eso, y porque para entonces las arrebatadoras imágenes han dejado de ser una sorpresa, la segunda mitad de la serie no raya a la altura de sus primeros tres o cuatro capítulos.
‘Ripley’ pasa de puntillas por la tensión homoerótica que atravesaba la novela y ambos largometrajes, seguramente porque —por suerte— la orientación sexual no es hoy el objeto de controversia de antaño. Steven Zaillian, creador, director y guionista, se muestra más pendiente de la quebrada mente del parvenuTom Ripley. Andrew Scott encarna a un Ripley de edad más avanzada —roza los cuarenta, apenas pasaba de los veinte en las versiones antedichas—, escasas habilidades sociales y nulos escrúpulos en su búsqueda de una vida a cuerpo de rey.
El actor irlandés entrega un trabajo sobresaliente, un tanto frío si se quiere; pero la pobreza emocional forma parte de los rasgos distintivos de la personalidad del psicópata. El enfermizo magnetismo que imprime al papel hace palidecer al resto del reparto, todos y cada uno de cuyos personajes manifiestan una inteligencia a años luz de la del elusivo parásito interpretado por Scott. Posiblemente ello explique la dificultad de empatizar con ninguno de ellos y que, en cambio, deseemos que un tipejo tan despreciable como Ripley se acabe saliendo con la suya.