“Musa insumisa”, de Manuel Francisco Reina
MORIR DE INOCENCIA
Por Marina Casado.
Tras obtener el prestigioso premio Gil de Biedma con Servido en frío, del que ya hablé en su día, Manuel Francisco Reina ha alumbrado una nueva criatura poética que se ha ido gestando a lo largo de los años –¡nada menos que veinticinco!–, cocinándose a fuego lento, para engrosar una trayectoria que ya puede calificarse de “dilatada”, “diversa” o “madura”, adjetivos propios de la maestría literaria.
Musa insumisa, publicado hace unos meses por Valparaíso, ha visto la luz gracias a otro galardón: el José Antonio Ochaíta, otorgado por la Diputación Provincial de Guadalajara. Una impactante obra del artista Javier Cámara Sánchez Seco compone la portada de un libro cuya contracubierta ya nos advierte: “insólito, […] sin concesiones; ni a las modas poéticas del momento […]; ni al lenguaje fragmentario que ahora está en boga”. No engaña la advertencia: el lector va a toparse, desde el primer poema, con una oda a la libertad y a la heterodoxia, un incendio provocado en el que arderán, con elaborado lenguaje, imágenes sorprendentes y un ritmo cuidadísimo, las convenciones sociales. Las de ahora y las de antes, que componen esa “prisión intangible”.
El concepto de patria es el primero de los estandartes derribados. Reflexiona el poeta: “No nos es necesario marcar el territorio. / Deberíamos poder entendernos, pacíficos, /con el fuego primigenio de la inteligencia”. La falsa patria es “el origen del pecado universal”. La verdadera son los sueños, que “aletean como libélulas de luz pura”. Y la lengua, que contiene “la herencia y el legado futuro”. Y “el sitio de donde cada cual ama”: el amor, el goce amoroso. “Un reino ácrata sin más fronteras / que empezar y acabarnos uno en otro”.
Desde los “mapas de los días”, inmerso en una geografía temporal, el poeta pasea su íntimo exilio por la ciudad, convencido y orgulloso de su diferencia. Una ciudad a menudo fría, desangelada, donde surge la “Venus metropolitana” –aquí encontramos ecos de la mitología futurista albertiana en Cal y canto–. Es parte de la diversidad natural, de esa “Torre de Babel” que han construido “los hombres, con sus diversos rostros”. La risa, “una trinchera”, se convierte en refugio, así como la poesía: “ese espacio habitado en el vacío, / que tinta de emociones la blancura / más helada e inhóspita del silencio”. En el poema “Sauna Adán” hay un homenaje al homoerotismo, relacionándolo con elementos bíblicos y una “estirpe primigenia”, triunfando el deseo sobre el concepto cristiano de “pecado”. Los diferentes, heterodoxos, forman comunidad. Es otra forma de refugio: “Entre el vaho embriagante de vapores / rememoran quizá sus privilegios / los varones, reyes antes del mundo / al calor desnudo de otros hombres”. Forman parte de esas “razas de noche” que hacen de la pasión su alimento: “Con el alba vuelven hasta sus casas, / dejando en otro lecho sus señales / de zarpazos profundos como el goce / de unos besos que queman hasta el alma”.
Como en Cernuda, el placer sin compromiso es la respuesta a un sentimiento de amor que a menudo conduce al sufrimiento: “A veces el amante es como el gato que cruza / inconsciente la calle, / y el amor como un coche que acelera / y arrolla al pobre incauto que lo adora”. Por eso, los personajes que pueblan la obra a menudo se rebelan contra ese dolor, como Penélope, que abandona su rueca en un container, “igual que quien arranca la cadena / que aprisiona los días en sus manos”. Este poema respira feminismo, empoderamiento de la mujer: “no es tiempo de pasarnos tricotando / las horas que destejen nuestra historia, / en contra de la vida que nos toca”. Es importante, a lo largo de la obra, la mirada hacia la mujer; también hacia las prostitutas, esas “voces del asfalto”, “sirenas varadas”, “Gracias”. Los ilegales, los diferentes, los olvidados, se convierten en los protagonistas de este poemario. Como los enfermos de sida, esa enfermedad “que traiciona a quien ama sin cuidado en exceso”, en “El rock de la cabina sin soul, o el blues del telephone number”, un poema magnífico, pero durísimo. O los drogadictos, “ángeles” que “buscaban dosis beatíficas para volver al paraíso, Hortaleza arriba”. En el poema que concluye la sección central del libro, un reflejo del Madrid pandémico, se retrata esa ciudad poblada de presencias malditas en la que los dioses permanecen ausentes. Y a ella llega el fin de los tiempos.
En la última sección, “Musa insumisa”, hay un canto a la libertad. El poeta confiesa: “Por amor corté mis alas”. Pero nunca es tarde para recuperarlas, para ser la “musa insumisa”, el “vengador Anteros que cobra siempre / moneda de sangre por amores desleales”. Porque “Delicado aquel que sobre el daño se remienda / las alas malheridas y se zurce las llagas”. El verdadero amor es insumiso y permanece a pesar del dolor, del orgullo herido, y su contrario es la mentira, “frágil como flor seca”. Por eso, el poeta se considera “un pobre ingenuo traicionado por su inocencia”, y “Ya no es este lugar para inocentes”, porque lo rodean los mentirosos, los “falsos consejeros”; porque el mundo es un circo romano, despiadado. Y el arma contra la mentira es la ternura, como se refleja en el homenaje a Manuel Reina.
La “musa insumisa” que da título al libro se identifica también con la poesía, una serpiente con la cual el poeta mantiene una relación, a la par, de amor y odio; es don y maldición: “Apártate de mí, déjame libre, / crisol de nueve signos confundidos, / que hacen de tu ser la diosa novísima, / la sierpe angelical que todo acaba. / No vengas más a mí con tu belleza / a hurtarme del sosiego y del descanso. / Concédeme la paz de alguna noche, / no muerdas más mi cuello”. Y, sin embargo, es siempre una puerta a la libertad, nos convierte en “pájaros que al alzar el vuelo / sienten que son los dueños de la altura / y no los esclavos fugitivos de una inercia, / de una condena repetida y migratoria”.
Musa insumisa
Manuel Francisco Reina
Valparaíso