Teatro para leer

Una contundente reivindicación de la risa

Margarita Bonilla.- Esther Garboni, autora de una trayectoria literaria tan consolidada como interesante, empezó a escribir en la escuela. Fue cofundadora del Taller de teatro clásico de la Universidad de Sevilla en el que hizo casi de todo representando, además, en el prestigioso Festival de teatro de Aviñón (1992). Nunca ha dejado la creación literaria, centrada hasta hace poco especialmente en la lírica con Las estaciones perdidas (2006), Tarjeta de embarque (2009), Sala de espera (2014) o A mano alzada (2018). Todo ello salpicado de premios, colaboraciones en revistas, antologías, encuentros literarios y recitales. La información detallada está disponible en la Wikipedia, para aquellos que adoran los datos.

Siendo profesora de secundaria es imposible dejar de actuar, dar clases tiene muchas similitudes con la escritura de una escena y su representación, pero no será hasta 2020 cuando vuelva a sus orígenes y se decante por dedicarse a la escritura dramática por ejemplo en, Como ríen los delfines obra ganadora de un certamen de teatro joven en Panamá y estrenada en ese mismo país en 2021. A ella le siguió Pasos de guerra y la obra que hoy reseñamos Ni tristes ni tigres, ambas publicadas por Ediciones Pangea radicada en Los Palacios.

Ni tristes ni tigres se podría considerar un tríptico ya que está formada por tres obras de teatro breve, sin que eso signifique menor, ya que como sostiene Juan Claudio de Ramón la comedia ha de ser breve: caber en una viñeta. Podemos encuadrarlas dentro de la denominación del teatro del absurdo. Sus títulos son Dientes de leche, Un ratón así de grande y Dormir y callar.

Nadie debe pensar que Garboni ha traicionado su voz lírica al abrazar lo dramático. Buena prueba de ello la hallamos en las acotaciones, que como se estudia pormenorizadamente en el prólogo, no sirven solo para contextualizar el acto o la escena desde un punto de vista espacial y temporal, sino que con su lirismo y cuidadísimo lenguaje poético nos prepara emocionalmente para lo que va a acontecer como vemos en este fragmento de Pasos de guerra: “el horizonte amenaza con perder su negro intenso y una tenue línea de luz va dilatándose lenta, como sangre sobre lino”

Tampoco rompe con su identidad literaria por escribir una contundente reivindicación de la risa que como ella misma señala en su carta-proemio es “el mayor acto subversivo y un arma incuestionable” .Ya en su obra poética, podemos hallar rastros de un humor irónico en la última parte de su poemario Sala de espera, donde usa divertidísimos e inteligentes juegos de palabras  que nos arrancan una sonrisa: “¡Qué boca tan grande tienes!/¿Es para mentirme mejor?/ No te preocupes/yo también tengo/buenas orejas.”

Así que no debe sorprendernos que en su constante viaje creativo se haya decidido, tal y como está el mundo, por hacernos reír. Sabiendo que escribir comedias es arriesgado. Arriesgado y sobre todo difícil. Cualquiera está de acuerdo en que es más fácil hacer llorar que reír. A veces para soltar una lágrima solo nos hace falta ver un vídeo en Tik-Tok de un perro reencontrándose con su amo. Por el contrario, ¿Quién no ha entrado en una sala esperando desternillarse de risa y lo único que se lleva a cambio es un rictus amargo de decepción y aburrimiento?

En este punto convendría puntualizar que, por partir una lanza en favor del humor, no estamos en contra de lo trágico. En absoluto somos integristas, ni siquiera comulgamos con el enfoque radical de George Steiner que certificó la muerte de la tragedia en el siglo XX con el argumento de que el héroe trágico solo puede darse en un mundo gobernado por fuerzas irracionales en que los modernos ya no creemos. No somos quienes para refutarle nada a tan inconmensurable intelectual. Sin embargo, aunque presentadas como antagonistas, quizá no sean tan distintas. En palabras de De Ramón, ambas son la representación teatral del error: la tragedia, del error funesto; la comedia, del error absurdo. Si la tragedia nos eleva por encima de la vida diaria despojándonos de lo que es pequeño y mezquino en nuestra naturaleza, la comedia lo hace al desvestirnos de lo grandioso y altisonante.

Entonces, ¿por qué parece que todo aquel que quiera ser bien considerado, literariamente hablando porque en la vida real nadie aguanta a un triste, debe escribir tragedia?

Desde el nacimiento del teatro en Grecia, con la inestimable ayuda de las opiniones de Platón trasladadas luego al cristianismo medieval, que consideraba poco conveniente la propensión a la risa de los jóvenes confesando que él mismo solo reía “moderadamente”, la tragedia ha estado revestida siempre de prestigio. Tanto es así que, en el siglo de oro español, numerosos críticos destacaban como un demérito, que nuestros autores no escribiesen verdaderas obras trágicas y, que, si las había no contaban con el favor del público. Recordemos la decepción de Cervantes por el fracaso de su Numancia. Incluso, en la actualidad, es un lugar común entre los actores y directores candidatos a los premios Oscar que, si lo son por una comedia, nunca se alzarán con tan preciada estatuilla.

Esto nos podría plantear, si lo hacemos desde una perspectiva social de la literatura, si no puede deberse a un estigma de clase. Se nos presenta a los poderosos protagonistas de las tragedias como bellos, inteligentes e interesantes, enfrentándose a problemas existencialmente complejos y profundos; en cambio los personajes de la comedia, de clase baja, son graciosos, listos pero simples y lidian con tribulaciones que no van más allá de lo cotidiano.

Si esta visión es o no correcta, no es este el momento de debatirlo. Lo que sí podemos afirmar es que la tragedia alcanza una mayor trascendencia ya que solo los interesados en la materia conocen a comediógrafos como Menandro o Aristófanes, Plauto o Terencio, aunque en su época y posteriormente tuvieran un enorme éxito, y sin embargo, Edipo o Casandra les suena a muchos aunque sea por su significado en psicología.

Siglos después igual ocurre con La comedia de los errores, Sueño de una noche de verano o Como gustéis de William Shakespeare ensombrecidas por Hamlet, Macbeth, Otelo, cuyos nombres son conocidos por cualquiera, incluso sin haberlos leído;

Ya en nuestro país y volviendo al teatro clásico, en las obras de Lope de Vega, el personaje de “el gracioso”, según palabras de Lázaro Carreter se consideró ya en su época una concesión al vulgo y se criticaba que las tragedias del Fénix nunca lo fueran tanto. No obstante, el sentido común, la sensatez y lo que hoy llamamos “inteligencia emocional” está representado por ese “gracioso” que no cuenta con más recursos que su instinto de supervivencia. Como bien apunta José Homero Arjona si a la figura del donaire “se le quitan las bufonadas y se nos presenta en su verdadera intimidad, se verá que es el personaje más sincero y más humano de toda la comedia nueva”.

Así que nos preguntamos a qué viene desprestigiar tanto el humor. Voces disonantes las encontramos a finales del siglo XIX, Freud consideraba que el humor es un aliviadero de la norma social y la comedia, igual que la tragedia, tiene una función catártica, de drenaje o válvula de escape. Para ello, la trama debe enseñar su dorso: un criado puede ser más listo que el amo, el soldado un cobarde, la dama burlar al galán, o las cortesanas enamorarse de verdad.

Ya bien entrado el siglo XX podemos  exponer un último apunte en nuestra defensa de la comedia, si es que ella nos necesita, y la encontramos en la  extraordinaria novela El nombre de la rosa de Umberto Eco construida en torno a Jorge de Burgos, un bibliotecario ciego y prior de una abadía benedictina, que asesina a varios monjes copistas porque no puede dejar que nadie sepa que Aristóteles, en cuyos pensamientos cristianizados basa su ortodoxo dogma, pudiera considerar la comedia una creación literaria tan valiosa como la tragedia y  dedicarle una de las partes de su Poética. Al estudiar esta obra, el filósofo Slavoj Zizek escribió en su libro El sublime objeto de la ideología que en ella lo que perturba es “la creencia subyacente en la fuerza liberadora y antitotalitaria de la risa, de la distancia irónica”.

No podemos estar más de acuerdo y, aunque no tan eruditos, sí somos los suficientemente inteligentes como para saber que la risa, la alegría son consustanciales a los seres humanos ya que tal y como apunta Bergson “la comedia es una colaboración entre quien está dispuesto a herir los sentimientos de los demás y quien acepta deportivamente que se rían de los suyos”. Así lo hacemos todos reunidos con nuestras familias y amigos lanzándonos puyas los unos a los otros. La gracia proviene de yuxtaponer lo sublime y lo trivial, porque como señaló Schopenhauer “la incongruencia es la esencia de lo cómico” y no hay nada más absurdo, incongruente, sublime y trivial que nuestras vidas.

Y es en este punto donde nos parece tan necesaria Ni tristes ni tigres, la obra que hoy reseñamos, con el convencimiento de que sus tres farsas: Dientes de Leche, Un ratón así de grande y Dormir y callar se han lanzado al mundo con la intención de molestar con su magnífico uso del decoro porque sus personajes se describen por sus actos pero sobre todo por su registro lingüístico; porque nos reímos de ellos y con ellos; porque son un reflejo de los orígenes de la mayoría del público sea lector o espectador; porque busca hacernos pensar con una sonrisa en los labios.

No podemos permitir que el teatro de humor se convierta en una especie en vías de extinción, por una sociedad encorsetada en lo políticamente correcto, aunque las intenciones sean buenas. Debemos preservarlo como un espacio protegido porque nuestro hábitat natural no puede ser el llanto.

El pensador y aristócrata Horace Walpole decía que el mundo es una comedia para aquellos que piensan y una tragedia para aquellos que sienten. Como no compartimos esa visión tan reduccionista, proponemos que no dejemos de sentir pero que sobre todo pensemos.

Si tenemos que elegir entre ser tigres o tristes, seamos tigres.

 

 

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