MIRIAM GARCÍA GONZÁLEZ.

Hermann Hesse (1877-1962) bien podría haber estado hablando de sí mismo o de todos nosotros cuando escribió El lobo estepario. Este lobo estepario que crece entre la espesura de la inestabilidad social, que lo embrutece la niebla política y que se siente castigado por la soledad ante las vertiginosas transformaciones del mundo, no se ha extinguido ni es el resultado concreto y superado de un momento histórico. No es que debamos analizar la condición dual de la personalidad, ni mucho menos aceptar dicha simplificación, sino que es necesario (casi vital) ser conscientes de que no existe en el lobo estepario una convivencia agradable entre el hombre y el animal; lo que habita en Harry es un conflicto de identidad, peor aún, la destrucción de la entidad “ser humano”. No es una neurosis caprichosa; no es el caso aislado de un demente, porque se trata de la consecuencia objetiva de nuestros tiempos; su dramatismo le proporciona un aspecto esperpéntico.

Somos capaces de crear cosas hermosas inspirados por Dios o por la esperanza, pero también somos hábiles en dar vida al mal, de hacer al mundo partícipe de nuestro propio mal. Harry representa a un ser huérfano de todo: las definiciones del “ser humano” se han consumido consigo mismo. El modelo burgués no es un cimiento infalible, atemporal; los idealismos asumidos como realidades son los mayores fracasos de la humanidad. ¿Qué experimenta nuestro protagonista? Cuestiona aquello que “siempre” le había asegurado comodidad familiar, social, económica, política, cultural, moral… y, además, es en todo previsible. Percibe que él mismo ha cambiado, que camina bajo una lluvia incesante, como una carne blanca abierta en la oscuridad, con los dos brazos colgando de su cuerpo, sin guía, sin horizonte, sin otra posibilidad de ser y de vivir. No conoce otra cosa más que eso que lo ha decepcionado y le ha conferido autonomía sobre su propia destrucción. Suele ocurrir que en esta condición de lobos esteparios se ansíe recuperar el universo antiguo como una desesperada intención de salvarnos como seres humanos decentes en el mundo. No conocemos otra forma de relacionarnos, cuando pretendemos nuestra supervivencia, que a través de las creencias utópicas.

En posición fetal aparecemos en “el limbo” y el pasado, al que no pertenecemos ya, nos resulta mejor que el presente, quizás porque no lo hemos vivido, y si lo hemos vivido, lo sublimamos con descaro dentro de nuestro paradigma asumido. Harry es una persona desligada de todo, desintegrada, envuelto en una densa nebulosa de insatisfacción natural en los que desean mucho y alcanzan cada uno de sus deseos. ¿Qué le sucede, siendo honestos, a Harry Haller? Le pasa lo que a todas y a todos nos ocurre, que no se comprende él mismo, y es ahí donde reside su profunda comprensión. No encuentra palabras que expresen su experiencia más allá de la dicotomía “hombre/animal”. Se hace una necesidad definir y redefinir cosas y palabras; solo cuando aparece Armanda en su vida, se da cuenta de que el ser humano es múltiple, que puede ser múltiple, un conglomerado de voces que logran ser armoniosas en su conjunto.

Es diverso, sin embargo, le aterroriza lo desconocido, y cuando no se identifica con lo acostumbrado, se desvanece y piensa que si no le es posible existir como existía, es porque se ha convertido en una especie de animal inteligente. Pero la palabra “animal” es igualmente un abismo y todo lo que se vincule a ella forma parte de nuestras viciadas oposiciones hacia todo. Cuando fui testigo del encuentro entre Harry y Armanda, sentí de veras que el destino o el progreso del ser humano es morir para volver a nacer, que hay esperanza en el lugar menos esperado, en el espacio incluso más antipático para su naturaleza. Descubre una madre y una amante, averigua más modos de ser, hay algo más allá del suicidio que no es la muerte: vivir. De todos modos, la enajenación es una desdicha no natural, sino provocada, y demasiado arraigada como para confiarse: los conocimientos inculcados se toman muy en serio y no se razonan.

Logro contemplarnos como una escena expresionista abstracta frente a la pantalla del teléfono móvil. Estéticamente, se nos intuye en el gesto el propósito subjetivo y revolucionario, no obstante, dentro de esa vida que llamamos “redes sociales”, clasificamos a las personas por medio de acciones básicas, juzgamos la moral y el pensamiento mediante sus presencias visuales y conservamos referentes frívolos y ficcionales de identidad. Virtualmente, nos es más fácil mentir sobre quiénes somos porque los otros nos reciben inmediatamente encapsulados en una imagen sin realidad material, sensitiva.

Eso explicaría por qué nos encontramos tan desmesuradamente deshumanizados; eso demostraría por qué es posible comer al mismo tiempo en que se está viendo morir de verdad a una persona real. Georges Bataille dejó dicho en Las lágrimas de Eros, que el ser humano tiene que ser consciente de sí mismo, de su naturaleza, porque cuanto más conoce su propia naturaleza humana, menos brutalidades puede cometer. La violencia no es convencional, la muerte y el deseo son las primeras consciencias de la humanidad, su Élan vital. Es interesante observar la pintura de la cueva de Lascaux. Probablemente la razón a veces sea más brutal que el instinto; por instinto buscamos el amor.

Sara Torres habla, y muy bien, sobre seducción. Nos deja redescubrir que la seducción es lúdica y lenta, misteriosa, no es predecible, que estimula nuestro deseo hacia el otro a largo plazo, que despierta nuestra cotidianidad y existencia en un “aquí vivo” que también nos acepta vulnerables. Al otro no se le esclaviza, no hay una jerarquía ni un propósito de éxito, utilidad y aprobación. Lo que sí ocurre en esta seducción vivida por Harry es su “reconocimiento” por parte de Armanda.

El fotógrafo sudafricano Peter Hugo manifiesta en sus trabajos a los “hombres hiena” entre otras realidades desconcertantes e inusuales. Gracias a los medios, a veces nos llegan diversidades que hay que saber mirar con atención reflexiva, hondando en esas caras y en esos cuerpos que sí son de verdad. Peter Hugo nos enseña las relaciones entre hombres nigerianos y animales salvajes para desafiar las percepciones habituales hacia la naturaleza. La convivencia entre monos, niños, adultos, hienas…es posible. No están locas esas mujeres ni esos hombres, tampoco veo la fiereza en los rostros de las hienas… ¿No hay escándalo en que un hombre, presuntamente civilizado, extermine a un pueblo? La civilización no hace seres humanos, los seres humanos hacen la civilización.

“Ahora ya estamos fuera», dijo Louis. «Ahora estoy suspendida en el vacío, sin vínculos. Estamos en la nada. […]” Las olas, Virginia Woolf.