El amo del mundo
Estas últimas semanas he dejado la columna algo desatendida. Va siendo hora de quitar las telarañas. Y, para araña, la que maté el otro día en el piso de Cantabria —el de mamá—. No es que tuviera las patas como barrotes de hierro fundido, ni los quelíceros como tentáculos de calamar, pero imagínense la escena: me saco de un tirón los pantalones después de dar un paseo nocturno con Gala por las marismas, y ahí está ella, arrastrando el cuerpecito del tamaño de una mano de cría de mono tití hacia mí. Y yo con la baza detrás, para más inri. Una escena sacada de uno de mis relatos inéditos.
Lo importante no es la anécdota, sino que al fin estoy de vuelta en Madrid. Estable. Estos últimos meses he ido de aquí para allá como una peonza. Que si Sevilla, Salamanca, Italia, mi Cantabria… Ya basta. Queremos artículos y queremos artículos de los buenos. De los que escuecen. De los que te parten las partes a reír. De esos, de aquellos y de los otros.
Ha caído alguno entre medias, sí. Pero hoy recuperamos la estabilidad bisemanal.
En este tiempo se me han ocurrido numerosas ideas para artículos, alguna con su entradilla y todo, como las que se esfuerzan por zanjarme ambas sienes. Como soy un canalla no las he anotado. Ninguna. Así que tiremos del corazón, que es la mejor manera de escribir —y, quién sabe, quizá la única.
Ya os he dicho que el otro día estuve en Cantabria —con la puñetera araña, con la familia, y con los eventos literarios—. Y primero en Italia, en un pueblecito de montaña cuyo nombre no diré aquí; un remanso de paz y de tradición como pocos, al que estoy deseando volver.
En las serpenteantes montañas y colinas italianas uno come de maravilla. La gente se saluda por la calle. La comidilla es el hijo de aquella, que se ha peleado con cinco del pueblo vecino, o la nieta de esta, que —¡al fin!— se va a casar. El combustible que alimenta el motor del progreso parece que contamina la tierra de forma residual. Lo que importa —lo que de verdad importa— está en la piel, y bajo ella. Te sitúas en una elevación —no necesariamente un mirador— y ves proyectarse ante tus ojos las interminables curvas de la orografía, esas que ya estaban ahí antes de que tu madre tuviese siquiera la idea de ser mamá, y que estarán cuando los presidentes y las oposiciones de turno bajen el telón y clausuren el circo en el cementerio.
En mi Cantabria… Qué os voy a contar. Vengo de un pueblecito costero a diez minutos en coche de Santander. Lo incluí en mi novela MIMO y es el principal escenario de Mo-Ho, que verá la luz este mayo. Básicamente tenemos, a un lado, las marismas; al otro, Morero, que permite pasear en la linde de un bosquecillo y penetra hacia territorio pasiego. Lo bueno es que se ve el mar. Y que, en pocos minutos, te plantas en los profundos valles. Cantabria es una tierra mágica, aunque, en El Astillero, el brazo del progreso ha llegado. Sigue siendo uno de esos lugares donde te ausentas cinco meses y, a tu regreso, la vida sigue más o menos igual. El bar de la rotonda ha pasado de manos, aquella amiga de la infancia ahora trabaja en no sé qué sitio, y esas cosas. Pero la cercanía a Santander, capital provincial, nos mantiene conectados con el mundo.
Pensaba en estos temas —y en otros, aunque tampoco os penséis que aquí arriba se iluminan muchas bombillas— el domingo, en el Alsa hasta Avenida de América. En cierta medida me sentía aterrado. Volver a enfrentarme a Madrid. Yo, con la piel erizada al recordar las verdes praderas, las ondulantes colinas, el confín eterno de la mar. El anhelo de una casita de campo con jardín, un gran despacho, un taller, perros… Como un ermitaño que decide bajarse del Tren de las Eras en la Estación del Olvido.
Sin embargo, el urbanismo es capaz de desteñir el iris de los mejores ojos. La mano del hombre que erigió monumentos ante los que sobran las palabras. El trazo de las pintoras que visten paisajes de añil. Las hormigas que cargan diez veces su peso en sueños y esperanzas. El invisible humo de los tubos de escape en Madrid Central.
La costa, la montaña. La ciudad, el pueblo. El progreso, la tradición. Los amigos de antaño, los compañeros de ahora.
Esperaba al taxi con el rollup, el maletín, la maleta —alimentada de libros— y la mochila mientras pensaba para mí: «Tío, eres un afortunado. Espabila. Déjate de hostias y aprovecha. Que la vida es como la marea, y tan pronto pinta tus playas de azul como se retira dejando la arena húmeda de nostalgia. Aprovecha, ¿me oyes? Porque las ambiciones son humanas, pero lo demás, lo inmarcesible, las dos caras de la moneda… Eso es lo máximo a lo que se puede aspirar, y quien lo sabe y lo disfruta es el amo del mundo».