Sobre Emily Brontë y «Cumbres borrascosas»
UNA BASURA FRENTE A LA CASA DE LAS FLORES
Por Natalia Loizaga
Tirar un libro a la basura no es solo un crimen literario sino un acto de disidencia. Es despreciar el alma de un autor y privar a un lector sediento de la que podría ser la novela de su vida. Es una sumisión al sistema, un acto de desconsiderada indiferencia, la mayor alabanza a la ignorancia que una persona puede hacer.
Es curioso, además de triste, pensar que encontré una novela como Cumbres borrascosas a los pies de un cubo de basura. Es también poético saber que ese cubo de basura es el que recoge los deshechos de los habitantes de la Casa de las Flores, lugar en el que vivió Neruda, y en cuyos ladrillos se guarda el recuerdo de los encuentros entre los grandes poetas de su generación. Qué habrían pensado ellos al ver una obra, sea cual sea, despreciada hasta el ridículo, solitaria entre la suciedad, anhelando unos ojos que se posasen sobre ella y la salvasen de tan terrible destino.
Tal vez “de lo que sea que nuestras almas estén hechas”, la de ese libro y la mía “son lo mismo” y por eso el destino decidió cruzarnos una mañana de lo que no recuerdo si era verano o invierno —lo que sí recuerdo con claridad es una señora regañando a su dálmata por rebuscar en la basura, mientras yo metía la mano entre los escombros para rescatar aquel náufrago literario. Una vagabunda del conocimiento.
Quizás el cuerpo desalmado que cometió tal injuria no llegó a leer la que sería la mayor obra de Emily Brontë, su única en solitario. Sería alguien que no entendió lo que ella escribió: que “el mundo es para mí una horrenda colección de recuerdos diciéndome que ella existió y yo la he perdido”. En realidad, es reconfortante pensar que leyó esas palabras y no fue capaz de comprenderlas, porque quien las lee y ha experimentado el dolor de una pérdida no puede evitar sentirse herido por el cortante filo de su significado.
Qué otro literato podría haber escrito que el amor “es como el follaje de los bosques: el tiempo lo cambiará, ya sé que el invierno muda los árboles”, o que “se parece a las rocas profundas, es fuente de escaso placer visible, pero necesario”. O que “si él la amase con toda la fuerza de su alma mezquina, no la amaría en ochenta años tanto como yo en un día”. La respuesta es pocos, muy pocos, solo algún solitario de alma rota que vague por el mundo tratando de combinar palabras aleatorias para crear un canto hedónico, dotado de armonía y con un sentido que solo un romántico sin esperanza podría erigir de la nada.
Esta obra maestra no es solo la historia de un amor enfermo y corrupto, y de cómo éste nos salva a la vez que nos entierra. Es una crítica al sometimiento, a la violencia entre las clases sociales y una muestra de las dinámicas entre los que maltratan y los que son maltratados. Constituye una metáfora de la decadencia de toda una sociedad. Y después, como hilo conductor, el amor como amparo y perdición: “Si todo pereciera y él quedara, yo seguiría existiendo, y si todo quedara y él desapareciera, el mundo me sería del todo extraño, no parecería que soy parte de él”.
Pero, el final. Emily Brontë, cómo vas a escribir una combinación de palabras tan bella como lo hiciste en el final de Cumbres borrascosas. Tan sentido, tan sutilmente bello y a la vez tan poco comentado por los críticos. Se han resaltado muchas frases de esta obra, pero nunca la que pone el punto final, y no hay ninguna como esa. Por los mismos motivos éticos que me impiden tirar un libro a la basura, no me permito escribir aquí esas palabras, pues es un final que debe ser leído en exclusiva por el lector que descubra la novela al completo. Solo puedo decir que yo sí me detuve al lado —del libro— bajo el cielo sereno, siguiendo con los ojos el vuelo de las libélulas entre las plantas silvestres y escuchando el rumor de la suave brisa. Aquel que tiró el libro a una basura frente a La Casa de las Flores, sepa que no ha de tener inquietos sueños porque su libro duerme ahora en un lugar tan apacible como el estante más alto de mi librería.
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