‘Jarroa’, de Andrea Fernández Plata

Jarroa

Andrea Fernández Plata

Caballo de Troya

Barcelona, 2024

150 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

La memoria es el lugar más bonito del mundo. Allí no hay edificios corroídos, porque hasta la herrumbre de los hierros es un estampado en cualquier forja. Cualquier sonido es música, y, además, el tipo de música que uno siempre ha deseado escuchar, la que le tranquiliza, la que supone armonía. Los colores son puros y hasta aquel desplante que tanto te enervó en su día, hoy es un motivo más para sonreír y pensar que gracias a ese acicate aprendiste un poco más lo que supone vivir tranquilo. Y luego está el lugar de la infancia, con toda su magia, donde uno proyecta lo más especial de su memoria, ese lugar que da pie a crear un nuevo Macondo, por ejemplo. Que es lo que sucede en esta novela, Jarroa, donde Andrea Fernández Plata (A Illa de Arousa, 1985) confía casi todo a la creación de un lugar mágico, de un misticismo tan personal que uno no puede sino confiar en que de allí solo se destilarán, a la larga, cosas buenas, de esas que sobreviven en la memoria: «Una isla es un agujero en el tiempo. Aquí, las horas en los relojes que lleva la gente no sirven de nada. El miedo también es un agujero negro. Cuando te acercas lo suficiente, te caes con todo lo que llevas puesto».

Este lugar funciona, en buena medida, como un sueño: es un sitio donde pasean a sus anchas los miedos y los deseos. Es antiguo y es misterioso, pero posee un fondo musical acogedor. De hecho, es el oído de la autora el que va recreando la atmósfera, que se impone también gracias a que nos encontramos en una isla. Es una isla real, en el mar, y también en la imaginación, que inca sus raíces en la memoria. Una vez aislados, allí donde nos encontremos tendremos que regirnos por las reglas que va construyendo el lugar, que son autónomas y generan su propia coherencia, como en cualquier locura. Estamos en otro lugar, en otro tiempo, en una isla endogámica, donde la familia cobra un peso específico superior al que posee en las urbes. Estaremos rodeados de fantasmas, que es casi tanto como decir de nostalgia. En esta nueva visita al lugar de la narradora, se nos irá presentando el sitio como estampas que configuran una composición que se asemeja bastante a los sueños, sí, pero también a la realidad: conocemos parcialmente y luego debemos apreciar qué emoción se impone. Ni en los sueños ni en la realidad hay trama. Eso es lo que hace que esta obra sea interesante, y nos lleve a darnos cuenta de que a veces para crear una novela basta crear un ambiente, si este es tan potente, si en él reconocemos memoria, imaginación.

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