«Cuando susurran los cipreses», de Ana Isabel Alvea
La poesía como fórmula para que sigan susurrando siempre los cipreses
Por Elena Marqués Núñez.
Ignoro casi todo, pero creo que no yerro si digo que el hombre es el único ser dotado de capacidad simbólica. Por la gracia de la inteligencia y la imaginación, como pequeños dioses, concedemos a las cosas significados más allá del propio. Y el ciprés, el «enhiesto surtidor de sombra y sueño» de Gerardo Diego, se nos representa habitualmente no tanto como un árbol, sino como el abrigo último de los seres queridos, el refugio de los cuerpos para la eternidad. Su estatura perenne jalona los cementerios con su solemne luto desde la noche de los tiempos. Menciona, sin quererlo, a la Muerte.
Con un recuerdo a los difuntos y a su urgencia, a lo que siguen diciéndonos desde el pasado compartido y el amor que nos une, se abre el nuevo libro de Ana Isabel Alvea,Cuando susurran los cipreses. Porque la vida termina y la poesía, a veces, solo trata de mantenerla a flote. Una tarea titánica en la que la palabra, en ocasiones indefensa, debe mostrarse solitaria, balbuceante, consciente de su sed (un símbolo recurrente de nuestra insatisfacción que Ana Isabel emplea en más de una oportunidad), convertida en vaho como los recuerdos que tratan de escapar a nuestro control. Así, por ejemplo, la dichosa fruta del verano, que «cuando procuras sujetarla… / siempre retrocede». Otro símbolo, por cierto, que nos acompaña, el de las estaciones y la edad, encaminada desde la inocente bonanza de la niñez hasta la caída del telón «que siempre / se desploma / cuando crecemos».
Por eso la poesía de Alvea, que, en camino y evolución constantes, cada vez tiende más a la parquedad, a la sintaxis deshecha por el peso incierto del nombre, a la ausencia de signos de puntuación que nos guíen (aunque su voz nunca deja que nos perdamos), se convierte en discurso hecho de pequeños fulgores y hallazgos. Los poemas que componen este tratado sobre nuestros límites y el paso por las distintas etapas de la vida (la segunda sección, la más amplia, se titula precisamente «Los ciclos») se desliza hacia la contemplación y el sentido, se abre en piel y pupila (léase «Lejanía» y su invocación a «no bajar nunca la mirada») para recoger vivencias e impresiones sobre ese gran protagonista de nuestras existencias: el tiempo y la fragilidad. También nos habla, y mucho, sobre la creación y su belleza, no siempre percibida, y de ahí que nos invite, a través de flashes y fotogramas de gran plasticidad, a deslizarnos por ella, a detenernos y alimentar esos instantes únicos. A guardar momentos en la memoria para cuando llegue el invierno. Porque en Cuando susurran los cipreses constata la autora, con serena placidez y arquitecturas breves (se anima a regalarlos algún haiku), que vivimos en «Un mundo en fuga» («La pátina del tiempo nos recuerda / de dónde procedemos / ese lugar en extinción / si no fuera por nosotros»), siempre en contradicción, presos de la rutina; pero, como en tantas otras ocasiones, nos invita también a celebrarlo con todos los sentidos, a no dejarnos llevar por la desesperanza.
Con sus personales fórmulas de comparación y metáforas claras, en las que la naturaleza cobra protagonismo, especialmente con colores azules y sabores melancólicos, repasa instantes que todos algunas vez hemos vivido: los paisajes de la niñez (playas y veranos), los prometedores azahares de la juventud, la anchura benéfica del futuro, la compañía del amor «donde el otro era una morada / en la que no sentíamos la noche», la certeza del otoño. También, como en otras ocasiones, Alvea cede un lugar de privilegio a la literatura, a los libros que ha leído, al lenguaje, a los que dedica la última parte, con el significativo nombre de «Al rescate», donde los gorriones construyen sus nidos a la par que la poeta elabora sus versos.
Pero lo que más me llama la atención, sobre todo teniendo en cuenta el título de la obra, es la luz que emana de él, el deseo que transmite de que esta nos circunde, que entendamos el milagro de los colores, de los sonidos. Este libro nos invita a participar del asombro. Quizás porque, conocedora de la muerte y la ausencia que deja, pero también de la compañía de la herida y la belleza de las ruinas (léase «Manchas de humedad»), descubre que en eso consiste la vida, en eso reside la poesía. En deslizarse y ser. En perderse y disfrutar de la travesía. En desafiar la ley de la gravedad. En aceptar la llegada del invierno con los patines dispuestos para el hielo. En descubrir la grandeza de lo sencillo. En plasmarla para que no se pierda. Para que sigan susurrando siempre los cipreses.
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