Carneiro decía más que Pessoa
Por Antonio Costa Gómez.
En el antiguo hotel de Niza, en la cale Victor Massé, 29, de París pasó sus últimos días el portugués Mário de Sá-Carneiro. Y allí escribió su libro Indicios de oro, que se publicó después de su muerte.
Cerca de allí, en la calle Frochot, en ese barrio que ni se atreve a ser Montmarte, vivía Tristán Corbiere como un vampiro mendigo en su arcón, y el simbolista colombiano José Asunción Silva.
Dicen que Sa Carneiro se parece a Pessoa, que anuncia la modernidad y las inquietudes existenciales de Pessoa. Pero tal vez sea incluso mejor que Pessoa, como a veces los callados dicen más que los más famosos.
En Dispersión, su “yo” se rompía en mil pedazos, y eso parecía una libertad moderna. Pero también era una angustia. Y soltaba una nostalgia insensata: “El color ya no es color, es sonido y aroma./ Me vienen saudades de haber sido Dios”.
Pero al final en Indicios de oro se imaginaba en palacios en ruinas, se veía con princesas fantasmales. Y se recuperaba a sí mismo y encontraba entre ellas los indicios del oro de siempre que siempre añoró: “Oh regresar a mí profundamente/ y ser lo que ya fui entre mis delirios”.
En una alquimia elusiva y fracasada para tocar con la punta de los dedos y las palabras, en sus últimos días detrás de los cristales. Siempre tuvo indicios de su plenitud y consiguió legarlos antes de morir con 23 años.
Fue como un esbozo que va más allá de sí mismo. Igual que André Breton decía callado en su cementerio en Batignolles: “Busco el oro del tiempo”. Una vez fui por ese cementerio y me deslumbró esa frase grabada en letras doradas, mientras cerca de allí sonaban los trenes.
Celebran mucho a Pessoa porque era muy intelectualista y lo reducía todo a pensamiento. Porque les parece el epítome de la cultura moderna que lo radica todo en la mente. Porque Roman Jakobson, el formalista ruso tan moderno escribió un ensayo sobre él.
Y sin embargo no lo comprendieron del todo. Porque Pessoa es un místico, como se ve en el libro Mensagem. Un hombre imbuido de esoterismo y de vías secretas de conocimiento. Un hombre que defiende el sebastianismo y a Portugal como liberación espiritual del mundo en la quinta época.
Y que el rey Don Sebastián no ha muerto y volverá algún día con su caballo, como el rey Arturo con su espada mística. Para devolvernos a todos el fervor y el espíritu. Muchas veces no cuenta tanto lo que dicen los autores, como lo que les hacen decir los mandarines culturales.
La ruptura moderna acabó con mucha paja. Pero también descartó mucho trigo y lo tiró a la basura. Con su guillotina simplificadora. Es lo que pasa con todos los simplismos. Y cuando todo se hace en masa de manera mecánica y simplista.
Pero Sa Carneiro buscaba indicios de oro en la vida. Señales de la plenitud en la vida. En esa vida moderna que tanto cuestionaba la plenitud y lo reducía todo a fórmulas.
Muchas veces se entienden al revés las frases de los autores. Dicen que el filósofo medieval Roger Bacon es precursor del empirismo moderno porque hablaba de la experiencia como medio de conocimiento. Pero Roger Bacon hablaba de la experiencia interior, como Georges Bataille.
También dicen que la alquimia es precursora de la química moderna. Cuando es exactamente lo contrario. Porque los alquimistas creían en un mundo espiritual, no mecanicista. Y buscaban destilar el espíritu y la plenitud con sus operaciones.
También Sa Carneiro en París era una especie de alquimista. Y rescataba lo mejor del mundo antiguo (tan recargado) en el umbral del mundo moderno (tan despojado). Por eso nos fascinaba ver sus indicios en aquel hotel de Montamartre, en aquel nombre difuminado en unos cristales.
Todavía Carneiro, a principios del siglo XX, solitario en París, creía en el poder de la palabra para recuperar lo mejor de la vida. Estaba solo pero lo mejor de la vida brillaba para él levemente en su soledad. En los cristales de aquel hotel humilde de París donde nadie lo conocía.
Y tampoco lo han sacralizado en el canon de la poesía moderna. Porque mandan los que mandan y leemos lo que nos mandan. Pero los indicios de Carneiro siguen ahí. Para los solitarios avispados que no se dejan gobernar sus lecturas.
Ni tampoco sus paseos por París, donde todo ocurrió alguna vez, al menos una vez.
Al final lo mejor de la vida se destila en los cristales. En la soledad y los cristales. Y de lo mejor de nosotros solo quedarán dos versos, un nombre en unos cristales de París.