Los otros aforistas

 

José Luis Trullo.- Históricamente, la imagen del aforista moderno se ha asociado con la de un escritor semiclandestino que desarrollaba su labor casi sin tener conciencia de ello, pues las frases las plasmaba en su cuaderno de apuntes o en su diario íntimo: es el caso de Pascal,  de Lichtenberg, de Chamfort, de Joubert, de Amiel, de Valéry, de Camus, de Canetti… Es cierto que también los hubo que utilizaron el género más breve (y su primo hermano: el fragmento) para exponer sus propias ideas, abriendo la senda que aún hoy muchos seguimos recorriendo: me refiero a Schopenhauer, a Nietzsche o a Cioran, y en nuestro país a Eugenio Trías, a Jorge Wagensberg, a Emilio López Medina o a Mario Pérez Antolín, amotinados en el laconismo frente a las aspiraciones catedralicias del sistema como paradigma eminente de la filosofía.

Esta estampa se ha visto ampliada, en la actualidad, por la aparición de un nuevo perfil, el del aforista que se reconoce a sí mismo como tal (hasta el punto de que en fecha muy reciente el concepto ha pasado a formar parte del Diccionario de la Real Academia). Explica este giro la emergencia de una auténtica conciencia de clase aforística, merced a la celebración de eventos y la publicación de revistas y antologías en torno al género, propiciando la creación de ciertas redes -algunas, clientelares- de complicidad y de afectos literarios y personales. Sin embargo, esta comunidad incipiente de aforistas (que no existe pero haberla, hayla) ha llevado aparejada una molesta sensación de cofradía, incluso de mafia, que a muchos suscita recelo cuando no animadversión. Hay incluso quien, añorando la figura marginada del aforista clásico, abomina de la democratización del género y se encastilla en una torre de marfil accesible a unos pocos. La comparecencia continuada de ciertos nombres recurrentes ha acabado por generar, de manera natural, un pequeño panteón de notables, casi siempre los mismos, a los cuales se cita incluso sin haberlos leído como exponentes de un género que, como no puede ser de otra manera, es muchísimo más proteico de lo que se suele creer. Y es que, más allá de este selecto club de celebridades, subsiste una pléyade de autores que continúan escribiendo aforismos y, con cierta frecuencia, publicándolos en editoriales no especializadas en el género. Voy a detenerme en algunos nombres, aunque hay muchísimos más.

En una primera fase, la tribuna de proyección literaria que supuso el Premio José Bergamín permitió, en su momento (2013-2023), dar a conocer la obra de autores prácticamente desconocidos hasta entonces, como Francisco Ferrero, Gloria Fernández Sánchez o Antonio Cortijo. La revista El Aforista (2015-2021) también acogió a practicantes del género más breve sin un bagaje reputacional previo, como Lucho Aguilar, José Ortega García o Iker Pedrosa; otro tanto ha seguido haciendo Aforistas, la revista con doble versión, digital e impresa, que en su web ha sacado a la luz los aforismos de José Antonio Fernández Sánchez, Jorge Colmenero o Laura Millán, mientras que en la edición en papel figuran Alejandro Céspedes o Estefanía González, conocidos sobre todo por su faceta poética.

Que hay vida más allá del círculo de confort aforístico lo demuestran los volúmenes publicados por Enrique García-Máiquez (El vaso medio lleno), Bruno Mesa (Planes de fuga), Emilio López Medina (Pensamientos del que está de visita), Ander Mayora (El páramo), Malabarismos (Carmen Canet), La lección de Pulgarcito (Felix Trull), Carlos Marín Blázquez (Contramundo), Juan Manuel Uría Iriarte (Dos por la mañana), El funambulista ciego (Ricardo Virtanen), Jordi Doce (Perros en la playa), Elías Moro (Morerías), Jesús Aguado (Heridas que se curan solas) o Álvaro Campos Suárez (La certeza del color), entre otros, publicados por sellos no especializados en el género más breve. Mención especial merecen las propuestas de Armando Pego Puigbó (El peregrino absoluto), Alonso Pinto Molina (Colectánea), Dora Rivas (Raíces en el cielo) y Jesús Cotta (Homo mysticus), por tratarse de obras perfectamente armadas y no de meras recopilaciones de apuntes al vuelo, todas ellas incluidas en la colección de ensayo (no de aforismo) Jánica, de Cypress Cultura. Otros estimables libros de aforismos publicados por editoriales independientes son Ovejas negras, de Jacob Iglesias; Consciencia y viceversa, de Miguel Ángel Alonso Treceño; o El gato y la madeja, de Florencio Luque. Tampoco hay que olvidar a quienes deciden optar por la autoedición, como es el caso de Manuel Feria, quien ha publicado cuatro libros bajo esta fórmula, si bien en edición no venal (Verlas venir, En ascuas). Aunque algunos de estos autores han visto reconocidos sus méritos en algunas antologías del género (como es el caso de El cántaro a la fuente. Aforistas españoles para el siglo XX), la mayoría pasan inadvertidos por moverse extramuros de los canales convencionales, instalados estos en una irritante pasividad.

Todos estos nombres, y otros cuya mención quedará para otro día, demuestran que el aforismo es un género que desborda cualquier límite que se le quiera imponer (real o supuesto), siendo practicado como una modalidad expresiva más por todo tipo de autores que encuentran en él un modo específico, y valioso, de dar a conocer a los lectores sus propuestas literarias y filosóficas. Ahora es el turno de los lectores: anímense a leer aforismos más allá del sota-caballo-y-rey de las editoriales de género. Seguro que se llevan sorpresas muy gratas.

 

 

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