La vara del zahorí

Cartógrafos de salón

José Luis Trullo.- Debemos mucho a los cartógrafos (y también a sus primos hermanos, los topógrafos), una pléyade de andarines que indagaron sobre el terreno la auténtica magnitud de los paisajes para poder trazar sus mapas y permitirnos hacernos una idea cabal de la auténtica naturaleza del mundo. Sin ellos, seguiríamos fabulándolo todo: incluso que  existen dragones tras finalizar tierra firme…

Por ese carácter intrépido, arrojado, heroico de los viejos cartógrafos y topógrafos es por lo que me resultan tan antipáticos (casi aborrecibles) los que se arrogan el derecho de trazar mapas desde la comodidad de su habitación, plácidamente arrellanados en su sofá orejero. En lugar de calzarse las botas de siete leguas, echarse la mochila y el trípode al hombro, y embarcarse en una expedición de varias semanas para palpar en primera persona las anfractuosidades del planeta, esperan a que les lleguen noticias epistolares de quienes sí se arremangaron para convertirse en testigos de la realidad… o eso le cuentan a nuestro cronista vicario. Burgueses del conocimiento sedentario, a partir de dicho material (no vivido, sino narrado) pergeñan sus mapas más o menos plausibles, pero en cualquier caso trazados a partir de referencias ajenas, prestadas, manoseadas.

No puede considerarse tampoco al cartógrafo de salón un teórico, pues a duras penas alcanza a elaborar una propuesta propia sobre lo que le cuentan: lo da todo por bueno, y se limita a trasladarlo a un papel y darle curso de legalidad intelectual, eso sí, con una prosa más o menos florida que le permita acreditarse, al menos, como literato. Nuestro cartógrafo de salón jamás se ha manchado las suelas de barro: habla de oídas, o sea, se forma una opinión personal (que, desde Parménides, es lo contrario del auténtico conocimiento) y la pone a circular como si fuese… ciencia. Un abuso y una pillería, pues al cabo se presenta ante la sociedad como alguien que, en efecto, ha constatado lo que divulga, cuando en realidad se ha limitado a trasmitir lo recibido sin ni siquiera someterlo a un examen de calidad; sus fuentes -por lo general, amistades, o amistades de amistades: nunca exentas de connotaciones afectivas, aunque en realidad estratégicamente utilitaristas- son remotas aunque cómplices, interesadas y parciales, dudosas en suma.

Si es dañina la conducta espuria del pícaro de salón en una disciplina tan relevante para la sociedad como la cartografía (son célebres los estragos causados por un error al calcular la distancia entre dos cerros), no lo es menos en otros ámbitos del saber, tal vez decorativos, sí, pero igualmente merecedores de no ser pasto de la granujería amoral de nuestro advenedizo. Ocurre, por ejemplo, en el caso de las penosas antologías poéticas, donde su responsable suele decantarse por hacerse eco exclusivamente de aquellos nombres que ya conoce y despiertan sus simpatías (muchas veces, con independencia de su calidad objetiva), y/o por los libros que han aterrizado mansamente sobre su escritorio como aviones de papel lanzados por una mano invisible. Nada de indagar por tierra, mar y aire la existencia de obras que podría ignorar; descartado el esfuerzo de comprar libros para completar la visión con nuevas aportaciones: se tira de bloc de notas, de agenda de contactos y de memoria más o menos traicionera (eso da igual), y a otra cosa. De este modo -no por repetido, inocuo-, se va construyendo un mapa absolutamente imaginario de la realidad literaria de un país, consiguiendo -en el peor de los casos, que no son pocos- hacer pasar lo particular por general, y lo individualmente preferido por lo universalmente aceptado. No daré nombres (seguro que están ya en tu mente, lector), pero cierta antologías poéticas han saboteado el criterio literario del público ingenuo durante varias generaciones, dándoles gato callejero por lustrosa liebre de campo.

La generalización de la impresión digital, con tiradas cortas y difusión en páginas de cómodo acceso, ha centuplicado este tipo de iniciativas no siempre bienintencionadas, pues tras la selección del antólogo se ocultaban (¡y se seguirán ocultando!) intereses aviesos, cuando no indisimulados ajustes de cuentas: así, sobreabundan las antologías de tirios contra troyanos con las cuales se saldan deudas pendientes -al menos, en la fantasía de su responsable-, transformándose un pliego de blanco papel en rojo cadalso.

Al menos, este tipo de desquites virtuales (pues, para desesperación del antólogo, los excluidos siguen vivos y la realidad permanece intacta a sus propósitos homicidas) dejan a los títeres con cabeza, y pueden estos proseguir con su vida normal, escribiendo y publicando sin sentir en sus carnes las pullas pasivo-agresivas del cartógrafo de salón, del antólogo justiciero (pues la exclusión equivale, en el orden de las antologías poéticas, a un disparo a quemarropa). Al final, para fortuna del orbe, la ejecución sumarísima se habrá circunscrito a los márgenes de un triste rectángulo de papel, emborronado por un espíritu mezquino para el cual la mera existencia de un prójimo más allá de sí mismo supone un insulto, cuando no una seria amenaza a sus delirios de hegemonía.

 

 

 

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