«Obscena. Trece relatos pornocriminales»: una selección de escritores españoles
Horacio Otheguy Riveira.
A menudo el crimen facilita la creación de puestas en escena por las que circula un erotismo cándido que se torna violento. Dentro de un peculiar mosaico erótico con la doble excitación de la violencia en sus diversas formas, navegan estos obscenos trece relatos con muy variada cadencia, pero completa capacidad de enganche, a pesar de la inevitable desigualdad de estilos.
Todos sus autores tienen amplia trayectoria (biografiados en cada relato). A veces afrontan las primeras líneas de su relato con seductora trama, pero en otras ocasiones dejan que sexo y muerte se deslicen paulatinamente por donde menos se lo espera. Eso sí, a menudo en baño de humor negro, quienes se acerquen a sus páginas pueden tener la certeza de que tomarán contacto decididamente obsceno en el gratificante sucio mundo donde se baten ríos de semen, flujos vaginales, y cuanto se pone al servicio de placeres demasiado a menudo convertidos en pesadillas. Lo pornocriminal es lo que tiene, no deja prenda sobre la piel pero la suele arrancar con garras desaforadas…
A mi entender, los cuentos más interesantes están al principio, aunque en el desnivel también se encuentran hallazgos. Entre lo mejor —de los cuales adelanto sendos extractos— el de Empar Fernández, y del recientemente fallecido Fernando Marías. Ambos a su vez novelistas.
[Comienzo de Marcia y Marcial, pasión sin límites, de Empar Fernández]
«No era la primera vez que Ramón le prometía una pasta por prestarse a ser grabada mientras follaban. Un encargo particular, había precisado. De hecho, Marcia esperaba reconocer su nombre en la pantalla del móvil cada vez que sonaba: Ramón Carreño. Quinientos euros es mucho dinero cuando se tiene lo justo y se necesita mucho más. Además a Marcia no le importaba montárselo con él. Ramón le gustaba horrores. Apenas tenía que esforzarse por gemir, respirar trabajosamente o simular el éxtasis, aunque nunca se lo hubiera dicho. Los trabajadores del porno no desvelaban sus preferencias. No estaba bien visto y resultaba poco profesional.
Él era un hombre impetuoso, de manos y pies grandes, músculos reventones y piel siempre bronceada. Su verga, que tiempo atrás se encabritaba al mínimo roce y que últimamente precisaba de ciertas atenciones, le era tan familiar y tan grata que se impacientaba si la llamada de Ramón tardaba unos días en llegar.
Marcia, en contra de lo que le pedía el cuerpo a gritos, aceptaba con aparente desgana. Casi como si le hiciera un favor. Creía firmemente en la conveniencia de no dejar entrever el más mínimo interés por un hombre. La historia de su familia materna estaba repleta de relaciones tempestuosas, gritos, palos y una muerte violenta durante un arranque de celos…»
[Comienzo de Sandalias amarillas de tacón de aguja, de Fernando Marías]
«Yo era un fiscal de frialdad milimétrica hasta que la muerte de mi íntimo amigo Salvador, fallecido hace unos días junto a su esposa Luisa en accidente de circulación, vino a desmoronar mi capacidad de análisis.
Me hallo en este momento ante la puerta de su casa. Un mensajero me hizo llegar la llave con una nota aparentemente desesperada de mi amigo. Si en las horas siguientes le ocurría algo, me suplicaba que hiciera uso de ella para entrar en la casa y recoger la carta que había dejado para mí sobre la mesa del salón.
Esta carta que abro ahora: «Querido Juan, te escribo lleno de inquietud, puede que muy asustado, preso de miedos…». Mi instinto, el mismo que me ha sugerido venir solo, en visita privada y no profesional, se agita ante la apresurada letra del interior, chocante para un autor teatral que escribía siempre a mano y se jactaba de su buena letra. Sin que me mueva una razón concreta, me acerco a las ventanas y levanto, una tras otra, las tres persianas. La penumbra que me ha recibido se transforma en inundación de luz solar. La estancia genera así menor desasosiego. Ahora sí me siento a leer.
«Querido Juan, te escribo lleno de inquietud, puede que muy asustado, preso de miedos que no puedo explicar desde la razón sin sentir que estoy rozando la locura.
Sé que lo pensará cuando leas esta carta. Pero no tengo otra opción que contarlo todo. Que sepas que, al sincerarme contigo, pienso más en el investigador de crímenes oscuros que en el amigo verdadero que eres. […] Deseo también, aunque sepa que es optimista e ingenuo por mi parte, que nunca tengas que leer este escrito. Ojalá. Eso significaría que nada de lo que temo ha ocurrido. Ahora mismo, las sandalias amarillas de tacón de aguja están a buen recaudo, encerradas bajo llave en el armario de la habitación.
Suena en la calle la bocina del coche. Luisa me reclama. Partimos de viaje. Nunca mejor dicho. Será un periplo renovador, un punto desde el que empezar de cero en otro lugar. […]
Una mujer desnuda con sandalias de tacón alto puede parece cualquier cosa excepto inocente. Tal vez recuerdes que, estimulado por esa reflexión de un famoso fotógrafo de moda alemán, escribí un monólogo humorístico sobre un fetichista de los pies femeninos. Los tacones femeninos hablan, esa era la primera frase. ¿Un presagio? ¿Una premonición? …»