‘Libros de viaje’, de Julio Camba
RICARDO MARTÍNEZ.
Así como la literatura constituye un viaje, así también el viaje conforma interiormente a la literatura. Íntimos, caminan juntos y han caminado -más aquí de las páginas, más allá de las páginas-, siempre entre las palabras de sorpresa, de intriga, de quietud o aventura o espera… Donde cabe también, como no podría ser menos, la paradoja: “Durante mucho tiempo yo me había limitado a creer que los alemanes habían perdido la guerra por exceso de organización. Desde las aventuras que acabo de relatar (¡Viva la desorganización!, dentro de ‘La peseta en Teutonia’p.725) voy mucho más allá en mis convicciones, y creo que los aliados no hubieran podido vencer nunca si no estuviesen tan desorganizados como estaban…”
Así entendía la realidad el viajero Camba, con la necesaria ironía para entender de verdad por dentro de las cosas. Tal vez por ello, en su extensa labor viajera, en la misma Alemania (’el país de los letreros’) se exponía a que le calificasen de un modo como él intuía. “Yo temo que el mejor día me pongan en la cabeza un letrero que diga: ¡Desconfiad! Periodista extranjero”
Viajó por numerosos países, por nuestro continente y, con reiteración, más allá de él: Italia, Alemania, Nueva York, Reino Unido, Nueva York. Y también profusamente dentro de su propio país, para incluir su natal Galicia en sus jugosas memorias de lugar.
¿Qué lugar reclamó con mayor atención-intención su curiosidad? ¿Tal vez Nueva York, que no solo está en el otro mundo sino que llegó a interpretarla como ‘la ciudad automática? Algo similar, acaso, si bien en otro tono, como la vio García Lorca en su mirar poético.
Sería bueno, considero, el conocer el origen –físico y moral- del señor Camba, y para ello qué mejor que acudir a su lugar de nacimiento, a su paisaje. ‘Se es de un paisaje’, escribió Claudio Magris. Y a fe que con acierto.
En Villanueva de Arosa (donde ya había nacido, unos años antes, el animoso Valle Inclán, también viajero a su manera) conservan sus fondos documentales, y, derivado de ello, la isla de Arosa es uno de sus referentes. Y ahí, además de formarse el componente ético y estético del periodista ‘móvil’, podemos comprobar que sirvió para afinar su sentido del humor.
Al comienzo de este libro tan geográfico y viajero leemos: “Tengo el deber de decir que la isla de Arosa es uno de los países más pacíficos del mundo. Sus habitantes viven de la pesca y de las industrias que de ella se derivan (…) Un día llegó a la isla un obrero portugués, contratado para trabajar en una fábrica. Era socialista, y bien pronto comenzó a propagar entre sus compañeros la buena nueva. Al cabo de algunos días se habían constituido en la isla de Arosa dos grandes partidos: el de los obreros y el de los burgueses. La nomenclatura de estas dos agrupaciones daba origen a graciosas antinomias. A lo mejor se le preguntaba a un trabajador que iba a su tarea, descalzo y con las ropas desgarradas: ¿tú eres obrero? Y el trabajador, con un tono de enérgica convicción, respondía: no, yo soy burgués”
La didáctica ironía le sirvió, en adelante, para sus valorados artículos como marchamo de observador. Allá quien piense si pertinente o impertinente. Lo que se podría afirmar es que, muy probablemente, este artículo no lo escribió en su refugio del hotel dorado del hotel Palace.
Un escritor fino, perspicaz, original, y un adelantado en la consideración del sentido del humor como una forma muy consciente de observar la realidad, a veces nada cómica.
En fin, ¿por qué no visitan su artículo titulado ‘Los besos del Luxemburgo’ para apreciar la amable didáctica sonriente de su elaborada pluma? Vale la pena
Ricardo Martínez