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Pensamientos madurados por el frío

 

Elena Marqués.- Pocas cosas me entusiasman más que conocer sitios nuevos. A las puertas de cada viaje, me emociono con los preparativos, investigo dónde ir y comer, reúno rincones que otros han descubierto y que recomiendan con fervor, dispongo en listas itinerarios y pertrechos, vigilo la temperatura y las probabilidades de lluvia con las que puedo encontrarme. La curiosidad y el deseo de huir, pongamos que de la monotonía, me conducen momentáneamente a algo parecido a la felicidad.

Me ocurre igual con los libros. Cuando navego por las redes sociales, «likeo» tanto sobre paisajes y arquitecturas hermosos y vídeos de gatitos como en portadas y comentarios sobre publicaciones nuevas. O no tan nuevas, que la buena literatura no envejece y lo importante es llegar a ella cuando la ocasión se presenta.

Traducido por el polifacético Julio Pollino Tamayo, Arándanos bajo la nieve maduró, en palabras de la autora, durante el invierno de 1811, supongo que antes de emigrar a París y convertirse en salonnière a lo madame de Staël. Y sé que nada tiene que ver la moscovita con uno de los rusos más universales, pero hace poco leí un libro de Tolstoi en el que recogía aforismos y pensamientos, propios y ajenos, y me los imagino a los dos en la misma actitud contemplativo-reflexiva, mirando caer la nieve al otro lado del cristal y sin más pretensión, con lo escrito, que pasar lo mejor posible el tiempo y conocer y entender en más profundidad, a sí mismos y al mundo.

Lo digo porque se refleja en ambos un espíritu semejante, un fuerte humanismo de raíces religiosas muy personal, de reminiscencias panteístas (la sección «Pensamientos» dedica un capítulo a Dios, al alma, pero también a ella misma y a la inteligencia), y una sensibilidad dispuesta a captar el misterio de la vida en lo sencillo y lo pequeño. Una hondura no reñida con la naturalidad que nos sumerge en la calma que en el día a día nos falta. Una paz que, en palabras de la autora, nos conduce a la plenitud («Si me preguntaran cómo comprendo a mi manera la felicidad celestial, respondería: El cielo es amar en paz»).

El libro recoge 137 pensamientos breves que tienen como colofón cuatro textos más amplios con unos títulos que traslucen los intereses de la escritora: «Sobre la música», «Sobre el firmamento», «Sobre la naturaleza» y «Sobre la cortesía». Dos realidades que se escapan a la voluntad del individuo y otras dos capacidades plenamente humanas. De hecho, la última, la cortesía, ha de interesarle especialmente, según se colige de aforismos como los que siguen: «La atención es una constante y tácita alabanza» y «Nada tan insolente como cierta indulgencia. Hay personas que te absuelven como si tuvieran el derecho a condenarte». Supongo que su paso por la corte de Catalina II le dio la oportunidad de conocer a fondo ciertos tipos y costumbres y desengañarse de ellos.

La cuestión es que en esos acertados aforismos y sucedáneos la también llamada madame Swetchine recorre sentimientos tan nuestros y tan universales como el dolor («Haber sufrido mucho es, como los que saben muchos idiomas, haber aprendido a comprenderlo todo y a hacerse comprender por todos»), el paso del tiempo y el crecimiento personal («Se puede estar de vuelta de todo y no estar hastiado de nada»; «En la juventud, crees enriquecerte con cualquier ilusión nueva; en la edad madura, con todas las que pierdes») o el amor como tabla de salvación («Mi única fuerza contra el horror natural que inspira la muerte es amar más allá»). En todos ellos, a pesar de la soledad en que fueron escritos, late un interés verdadero por el otro («No juzgamos a los otros por lo que son en sí mismos, sino por lo que son relación a nosotros»; «No se tiene el derecho de exigir conciencia a aquel a quien se le niega la libertad»), una gran capacidad de observación y un gran conocimiento de nuestras debilidades y defectos («A veces no hay que interrogar a tu amigo, para no arrancarle lo que debemos obtener, y sobre todo para no exponerlo a engañarnos»). Una conciencia de ser comunidad. No en vano el capítulo II de sus pensamientos, aparte de al mundo, los afectos y las diferentes épocas (no puede negarse el carácter abarcador del opúsculo), lo dedica a la política. Y todo ello con una gran lucidez que deja traslucir su cuidada formación, que no deviene en pedantería, aunque sus construcciones son pulcras, a veces adoptando las fórmulas más extendidas del aforismo que yo, sin ser especialista en la materia, siempre denomino «descriptivo» («El arrepentimiento es el remordimiento aceptado»).

Agrada el tono empleado en todo momento, tanto para hablar sobre lo divino como para dibujar lo humano. Adivino en sus mensajes un alma piadosa, en el buen sentido de la palabra («nada de lo que nos ha conmovido debe ser profanado»), que se abandona en ocasiones a la poesía («solo estamos seguros de mantener intacto lo que hemos perdido») y que, en esa misma línea, emplea recursos propios del género, con especial atención a los juegos del lenguaje («Hay que trabajar sin descanso por hacer que tu piedad sea razonable y tu razón piadosa»). Pero, sobre todo, descubro a una filósofa que se guardó de compartir sus conclusiones posiblemente por modestia femenina, y que hoy, gracias a la esmerada traducción de Pollino Poyato y la asunción de su publicación por Cypress Cultura, nos brinda la oportunidad de degustar sus arándanos madurados por el frío. De verdad que es una suerte. Os aseguro que la distancia a la que fueron escritos no le resta en absoluto actualidad. Que ninguno de ellos es desdeñable. Que de todos puede sacarse provecho.

 

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