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‘El sol de Lorrain’, de Daniel Muñoz de Julián

El sol de Lorrain

Daniel Muñoz de Julián

La línea del horizonte

Madrid, 2024

106 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Se cuenta que una de las excentricidades que protagonizaba Oscar Wilde, junto a un puñado de amigos, consistía en sentarse a ver la puesta de sol y, una vez que ésta terminara, levantarse a aplaudir mientras se desgañitaban gritando: ¡El autor! ¡El autor! Lo complicado tal vez sea definir cuándo finaliza una puesta de sol. O pensar que la noche es ambigüedad, porque es magia, con todo lo positivo que ello conlleva, pero también oscuridad, lo cual significa peligro. Lo que realmente nos agradaría es conquistar definitivamente ese momento tan bello, tan especial, para instalarlo permanentemente en nuestros minutos: vivir dentro de una puesta de sol constante no puede ser una prisión, sino una liberación, la obra de teatro magistral que todos deseamos estar saboreando. Pero al igual que no se puede ser sublime sin interrupción, no se puede sentirse uno sumergido sin interrupción en lo sublime y no terminar por generar dudas.

A partir de la obra del pintor del siglo XVII Claude Lorrain, que intentó que la puesta de sol fuera algo que no caducara jamás en su vida tiñendo con ella sus cuadros, Daniel Muñoz de Julián (Madrid, 1982) escribe un precioso ensayo que repasa todo lo que contiene o ha contenido la puesta de sol. Nos hablará sobre las teorías de los colores, sobre los significados del horizonte, sobre los efectos visuales, sobre realidades científicas —aunque tratadas con un respeto que nos permite seguir confiando en el arte—, sobre el paisaje y sobre la poesía. Nos remitirá a pintores como Turner y a escritores como Goethe. Y todo sin perder el eje alrededor del que gira el ensayo, que es la puesta de sol, la luz de la puesta de sol, que será otro de esos sueños que nos ayuden a mantenernos firmes y sin dejar de sonreír. El libro funciona sin pérdida de tiempo. No hay una sola frase que sobre y nos lleva por sus reflexiones a toda pastilla, hasta llegar a la conclusión de que nuestro pintor «no pintaba la realidad, sino el sueño de su luz».

A partir de esta lectura, deberíamos comenzar a integrar en nuestro vocabulario común esta palabra: opacarofilia, que quiere decir pasión por los ocasos. «¿Qué hay en este fenómeno que puede conmover a Juan Ramón (Jiménez) y a Claude (Lorrain), pero también a la clase de gente que necesita un cartel para saber por dónde se pone el sol?». Más adelante, mediado el ensayo sobre la magia, nos remite a uno de los grandes para intentar explicarlo: «Para Monet, para cualquier pintor, el paisaje en realidad no existe como tal, sino que es tan inalcanzable como el horizonte, y eso, pintar lo inalcanzable (el mejor ejemplo de lo cual es el crepúsculo), puede acabar constituyendo el sentido de una vida». Ese sentido que también aparece en las mejores lecturas, en lecturas deliciosas, como la que supone embarcarse en descifrar este ensayo.

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