Contra las falsas apariencias
Ricardo Álamo.- Cuando tengo que reseñar un libro de más de ochocientos aforismos, me pongo a temblar. ¿Por dónde empiezo? ¿Me centro en el tono general del libro? ¿Espigo sólo algunos pocos aforismos y los comento? ¿Destaco los aciertos y censuro los errores que pueda contener? ¿O hago una faena de aliño en la que, obviando la mayoría de las ideas expuestas por el autor, me limito a señalar cuál ha sido su objetivo a la hora de darle forma a su hercúleo y voluminoso proyecto? Indudablemente, ante libros así me asaltan las dudas, pues haga lo que haga tengo siempre la impresión de que me quedo corto o de que no soy capaz de sintetizar en aproximadamente mil palabras todo lo que da de sí un libro con tantos y tan variados aforismos, donde los temas, las ideas y las fijaciones reflexivas del autor no tienen un leit motiv común y, sin solución de continuidad, van saltando de un asunto a otro, bien sean el amor, la moral, la libertad, el tiempo, la vanidad, la nostalgia, la felicidad, el arte, la poesía, la belleza, Dios, la vejez, el Yo, las relaciones sociales o algunos aspectos inherentes a la política, por poner algunos ejemplos. Ni que decir tiene que Mínima esencia, de Mario Pérez Antolín (Stuttgart, 1964), es uno de esos libros que me hacen temblar por todo lo que llevo dicho.
Según Ignacio Gómez de Liaño, que prologa el libro, una de las características más acusadas de las creaciones aforísticas de Pérez Antolín es su raíz surrealista. Hasta por tres veces destaca esa particularidad, que la entronca, además, y como no podía ser de otra manera con el surrealismo daliniano, pues a su entender los aforismos de Mínima esencia describen «de la forma más exacta y breve el arte surrealista que revelan numerosas obras de Dalí», de la misma manera que, mutatis mutandis, «la obra artística de Dalí tiene no poco de aforística». Y como ejemplos de ese carácter surrealista de algunos de los aforismos de Pérez Antolín, Gómez de Liaño distingue los siguientes: «De entre nuestros órganos, ninguno tan logrado como la boca. Muerde y besa. Te hace pasar del placer al dolor sin que notes la diferencia» o «En cuestión de sentimientos la única certeza posible es: Te odio, amor mío».
Que me perdonen Dalí o Gómez de Liaño o Pérez Antolín, pero a tenor de estos dos ejemplos yo no veo surrealismo por ninguna parte, a no ser que el concepto de surrealismo se haya rebajado tanto que ahora se lo conciba como una vulgar excrecencia de la propia realidad, sin ninguna compleja arista que lo ligue al inconsciente y a las pulsiones irracionales que rompen la lógica del pensamiento. Y esos dos ejemplos valen tan poco como ejemplos de aforismos surrealistas como cualquiera de los más de ochocientos que contiene el libro. Porque, vamos a ver, ¿no es lo lógico que la boca, aparte de servir para morder, sirva también para besar?, ¿qué tiene de surrealista esa doble función?, ¿y de verdad no se nota la diferencia cuando te besan o te muerden? Y, respecto a esa única certeza posible de los sentimientos (¿habrá acaso certezas imposibles?), supongo que a nadie le parecerá un disparate que a una persona se la pueda amar y odiar al mismo tiempo o sucesiva y alternativamente, pues nada suele ser más voluble que un sentimiento, y raro es el caso de quien a lo largo de su vida no experimenta emociones contrapuestas (y si no que se lo pregunten a John Lennon y a Yoko Ono, que en el tiempo que estuvieron casados vivieron una relación tormentosa, con grandes episodios de amor y torrenciales momentos de odio, hasta el punto de que no fueron pocas las veces que se zurraron de lo lindo uno y otra).
En realidad, los aforismos de Pérez Antolín, más que por el surrealismo, se caracterizan por lo que yo llamaría cierta “aspereza reflexiva”, puesto que la mayoría de ellos están escritos con voluntad de hacer pensar al lector, pero casi sin concederle un respiro, una gracia o una mínima humorada. Incluso me atrevería a decir que son aforismos que se han ido pensando mientras se los escribía, como si nacieran de la misma escritura y no de un plan previo, ya que uno se los puede representar como fulguraciones o como relámpagos repentinos que caen del atormentado cielo del pensamiento del autor sobre nuestras acomodaticias cabezas. Así se explicaría la visión un tanto amarga aunque no del todo desengañada que Pérez Antolín tiene de sí mismo: «No sé a cuántas personas he ofendido, pero estar en alguna lista negra afianza mi capacidad de resistencia», «Mi aspiración: ser despreciado, carecer de precio, despreciarme. Así hasta adquirir valor de nulidad», «Todo lo que escribo, lo escribo contra mí. Gracias a que no me caigo bien, he descubierto el valor de la aceptación» o «Estoy harto de ser quien soy. Me gustaría ser menos yo y más nadie».
No parece, en fin, que el autor se muestre muy complaciente consigo mismo, quizá porque tampoco se complace mucho con lo que ve en el mundo que le rodea. Y en particular se muestra especialmente crítico con las nuevas tecnologías (posición apocalíptica frente a la del integrado, por usar la conocida terminología de Umberto Eco), a las que acusa expresamente de ser un instrumento al servicio de los egos exhibicionistas («Hemos dejado de implicarnos en lo público por mostrarnos públicamente. De la lucha hombro con hombro a la exhibición pantalla con pantalla») o también de robotizar nuestras acciones («Hacemos, indefectiblemente, todo aquello que la tecnología nos posibilita hacer aunque no sepamos muy bien para qué hacerlo»).
Como decía al principio es difícil sintetizar en una escueta reseña todo lo que un libro como éste encierra. Pero no querría terminar sin destacar que Mínima esencia es una obra llena de meditaciones filosóficas, que huye de la vana verbosidad y de la fácil ocurrencia, y que invita al lector a que se ponga en guardia contra las falsas evidencias. Por eso no es un libro para leer de un tirón ni de corrido.