“Alphaville”: cuestión de moral.
Por Paco Martínez-Abarca.
Desde El Nacimiento de una Nación (1915) e Intolerancia (1916), de D. W. Griffith (EEUU, 1875-1948), se gesta lo que en términos de historia del cine se puede llamar el “cine clásico”. Tal vez, algo más precisos, podríamos decir que surge el MRI (o Modo de Representación Institucional). Este término viene a condensar un cierto tipo de lenguaje cinematográfico, el que abarcó toda la primera mitad del s.XX, especialmente en el cine de Hollywood, el cine de los grandes estudios, donde esencialmente importaba la transparencia en la narrativa, ser invisibles a ojos del espectador y por consecuencia que este no percibiese el artificio del que estaban hechas las películas, sino que se limitase a seguir la historia.
Dentro del MRI se dan unas garantías de calidad y de precisión narrativas atemporales, puesto que en el cine de hoy existe una evidente herencia de este lenguaje. El MRI facilita la comprensión, las interpretaciones, y a su vez ofrece una base sólida sobre la que también se puede experimentar. En nuestros tiempos, sigue siendo igual de válido e intuitivo este lenguaje, como si existiese algo natural, cognitivo, en la forma en que leemos las imágenes, y donde el modelo de representación del clasicismo se acerque a estos mecanismos de la percepción.
Sería muy limitante pensar que el precepto de la transparencia narrativa convierte todas estas películas en semejantes. Más bien ocurre lo contrario. Algunos de los mejores cineastas han sabido crear sus propias formas bajo este lenguaje. Hay cabida también para ejemplos más audaces y emblemáticos, cuando los cineastas subvierten alguno de los principios del MRI y surgen películas donde la vanguardia se mezcla con el clasicismo. Así, hasta 1959, era como evolucionaba el cine. Con el estreno de Al final de la escapada (1959) Jean-Luc Godard (Francia, 1930-1922) filma con osadía una película llena de movimientos irregulares, montaje discontinuo, y un ritmo fresco y frenético. Su hacer violento, desenfadado pero decidido (como si llevase toda su vida haciéndolo) abre los ojos a la comunidad cinematográfica, y muestra al mundo que se puede realizar cine con menos recursos de los que se creía. Y esta falta de medios (además de su denso conocimiento como crítico en Cahiers) puede estar muy relacionada con la renovación de las formas.
Para entrar un poco en detalle, en el cine clásico un movimiento de cámara, por ejemplo, estaría condicionado esencialmente por el movimiento de sus personajes (hablando obviamente a grandes rasgos, siempre habría excepciones). Entonces, cuando Jean-Luc Godard dice que un travelling es una cuestión moral, él comienza a considerar que mover la cámara ya no implica solo una necesidad técnica de seguir el recorrido de los personajes, sino que también va a conllevar siempre una implicación moral, perceptiva, en cuanto a cambiar el encuadre y la distancia con los personajes. No se puede colocar la cámara arbitrariamente. Elegir un tipo de plano frente a otro nos ofrece una sensación, y si eligiéramos otro las historias se contarían de manera distinta. Este es uno de los preceptos de la modernidad en el cine.
En Alphaville (1965), Godard mezcla dos géneros poco dados a juntarse hasta entonces: la ciencia ficción y el cine negro. Lemmy Caution (Eddie Constantine) es un detective enviado a otro planeta para investigar el extraño comportamiento de sus habitantes. Están siendo poseídos por un superordenador, el Alpha 60, que les impide conocer el amor y expresarse libremente. De por sí, este cóctel de géneros es una apuesta muy personal (aunque su personaje está creado por el escritor Peter Cheyney). También lo es la representación de la ciencia ficción, donde Godard, estudioso de las formas del cine clásico, deconstruye los códigos y depura el contenido para crear una ciencia ficción dentro del clima vicioso y nocturno de una película que es en sus profundidades cine negro. Para entendernos, el superordenador Alpha 60 está representado por un ventilador y una voz en OFF. Tan solo es eso. Los recursos son mínimos y la representación del mundo distópico ya no está condicionada por unos decorados que viajen a un planeta exótico. El hecho de que Alphaville se encuentre a años luz en términos presupuestarios y creativos de cualquier película de ciencia ficción de serie B está en la magnífica intuición de que esa arquitectura moderna y anodina de París, puede hacerse pasar por otro planeta. Está también en la capacidad de conjugar los elementos de puesta en escena y revestir la historia de esa típica credibilidad godardiana. Aunque a varias décadas de su fundación, Godard crea un embrión para el subgénero de las películas cyberpunk, en las que se realizarían obras como Blade Runner. Sin embargo, su heredero más inmediato lo encontramos en el personaje de HAL en 2001, una odisea en el espacio, una máquina que por otro lado no pretende hacer el mal, sino que ha sido programada por personas malvadas.
Alphaville sirve de alegato de los sentimientos frente a la máquina. Las películas distópicas, en su afán no tanto de querer predecir el futuro, sino de preocuparse por el destino de la humanidad, vienen a alertar del rumbo de la tecnología, la huella humana en la naturaleza o los sistemas económicos. Alphaville habla del presente en tanto que su máquina, que inhibe ciertas funciones esenciales de los humanos, comienza a pensar por ella misma, desprendiéndose cada vez más de los científicos que intentan controlarla. No se nos puede pasar por alto el dilema que supone la inteligencia artificial en la creación de las artes. En el no tan distante planeta donde ocurre la película, los humanos pierden la capacidad de expresarse, y el lenguaje lo dictamina la máquina, que a base de pruebas y errores se vuelve más y más presente en la sociedad, suprimiendo palabras como “amor”, o creando otras nuevas para garantizar la continuidad del sistema, que acaba por crear humanos que no entienden a sus semejantes, lo cual es imposible porque el amor es innato en todos nosotros. Los ciudadanos tienen siempre cerca un diccionario con las palabras legales del planeta, que con el provocativo nombre de biblia, podría trazar simbolismos con aquel lenguaje del clasicismo que Godard, aunque gran seguidor de este, ha terminado por reinventar en cierta medida.
Esta vez creo que el artículo llega a “brillante”.
No conocía esta película. Un argumento digno de recordar en estos tiempos. La veré. Muy interesante y oportuno el artículo.