Cultura y DeporteMás culturaPensamiento

El golf como deporte ridículo

Habrá que convenir en que si todos los deportes tienen algo ridículo (veintidós tíos dando patadas a un balón, dos señores corriendo detrás de una pelota y dando grititos, etc.) en ninguno esto se da en grado tan alto como en el golf. Hay que fijarse bien: una serie de señores, normalmente de clase alta y siempre vestidos como tales, y a la inglesa (polo, jersey de picos, pantalón liso pero de color francamente extrovertido, como verde o rojo, ¡gorra!), acompañados por una especie de criado ascendido a secretario que acarrea detrás de ellos una sorprendente panoplia de palos, se esmeran en una a modo de petanca en versión balística de propósito insólito: introducir, desde una distancia muy respetable, una pelota realmente pequeña en un agujero tan imperceptible que ha de ser señalado con una bandera mediante el uso poco sutil de la panoplia de palos antes mencionada para hacerla avanzar. Creo que es justo decir que la idea misma del golf, como la de la caza del zorro o el polo, solo puede entenderse como otra extravagancia de la gentry británica, como un pasatiempo distinguido que no requiere mucho esfuerzo físico y admite, en cambio, abundantes tiempos muertos para hablar de lo que sea que hablen los duques (como muestran mil series y películas, la burguesía empresarial vulgarizó estas conversaciones convirtiéndolas en desagradables y poco deportivas charlas de negocios), pasear por las amplias propiedades boscosas de muchos acres y tomar sándwiches y púdines como refrigerio. Insisto: se mire como se mire, el golf es un deporte en el que abunda máximamente lo ridículo, y así lo muestra un número bastante considerable de obras literarias y cinematográficas.

Viene a cuento toda esta reflexión de la película El fantasma del Open, que creo que fue traducida en España como El gran Maurice, estrenada en 2022 y que he visto hace poco. Es una película, ya lo digo, muy recomendable; una comedia amable, al estilo de Capra (salvando las distancias, pero tiene algo de ese espíritu navideño y bonachón), que narra la historia real de Maurice Flitcroft, un golfista aficionado que, por una mezcla de azar, inocencia, caradura e ineficacia organizativa, es admitido en el Open Británico de 1976, en el que firma, para pasmo de la organización y regocijo del público y los periodistas, el peor resultado de la historia doblando o más la puntuación de los demás contendientes. Cuando se da cuenta la situación, el director del torneo intenta expulsarle sin más contemplaciones, tomándole por un bromista pesado, lo que Maurice siente muy justamente como un desprecio. ¿Acaso, por ser peor que los demás, no tiene derecho a competir? En efecto, argumenta con lógica irreprochable, un torneo que se llama precisamente Open debería estar abierto a todo el mundo. Pero claro, no se trata de eso, que es poco más que una fachada. El Open Británico (el golf, en general, como se descubrirá avanzando en la película) no es un torneo del pueblo, sino un coto privado de los mejores del que además se sienten muy orgullosos y que no están dispuestos a compartir con la plebe.

Parece ser que Flitcroft fue vetado después de esta participación mediante cierta maniobra legal no solo para volver al Open, sino para jugar al golf en ningún club de Inglaterra, de forma que tuvo que engañar a la organización presentándose disfrazado y con otro nombre para volver al torneo. (¡Y lo hizo, y en cinco ocasiones más!; su historia es genial y prueba que en efecto a veces la realidad supera a la ficción). En todo caso, y sin entrar en detalles del argumento de la película, finalmente un club de golf estadounidense da a Maurice el homenaje que merece. Resulta que, en uno de estos impulsos vulgarizadores norteamericanos que a veces son muy sanamente democráticos, allí se organiza un trofeo Flitcroft anual; en este torneo todo el mundo, independientemente de su pericia o de su hándicap, puede participar y, más aún, gana no quien dé menos golpes, sino quien dé más: una burla al esnobismo, el ensimismamiento y la soberbia de los golfistas británicos de clase alta que despreciaron a un héroe popular. (Digamos de paso que estoy convencido, como intentaré demostrar en otra ocasión, de que en Inglaterra este desprecio, esta cerrazón social, nunca se hubiera dado en el fútbol, deporte popular por excelencia).

El caso es que muchos autores han visto esta vertiente esnob del golf y la han satirizado con más o menos buen humor o piedad. John Cheever, por ejemplo, habla en un cuento de las “viudas del golf”, mujeres norteamericanas de clase media-alta que viven esa típica vida propia del American dream en su chalet con jardín, perro y niños… y son abandonadas por su marido, que juega casi diariamente al golf con otros hombres de supuesta importancia, hasta el punto de vivir como viudas. Más interesante me parece el cuento “Siempre golf”, del humorista inglés P. G. Wodehouse, incluido en su libro Ola de crímenes en el castillo de Blandings y que narra, con ese tono británico tan flemático como zumbón, la historia de la seducción de Clarice Fitch, aventurera indomable, por el apocado mentecato Ernest Plinlimmon, al que el narrador, el Socio Más Antiguo del club (nótese ese tono del que hablo en el uso de las mayúsculas), pondera ante ella indicando que “tiene siete de hándicap”. Este Plinlimmon es un hombre delicado y de maneras demasiado finas para una mujer tan “romántica” como la señorita Fitch, que busca “un hombre más fuerte y más enérgico” que, por ejemplo, “pudiese […] arrearle un estacazo en el occipucio con el hierro tres”, y es sistemáticamente despreciado por su amada, lo que le lleva a entregarse en cuerpo y alma, para superar su dolor, a la práctica del golf.

Así llega la Copa de Verano, en la que Plinlimmon se pone rápidamente en cabeza, en parte por el bajo rendimiento de sus rivales más peligrosos, uno de los cuales llega incluso a meter la pelota “dentro de una lata de sardinas en el once”, en parte por un incremento inesperado del suyo propio, favorecido al parecer por la ruptura de sus gafas en el hoyo quince y su imposibilidad para ver nada más allá de diez metros. Sin embargo, la victoria que ya saborea se ve truncada por la interposición entre su golpe y el hoyo de lo que cree ser una oveja, en realidad miss Fitch, a la que pilla atándose los cordones y el drive golpea en la parte que se puede imaginar. Ahorro los detalles para quien quiera hacerse con el volumen, pero digamos que la furia que se desencadena en Plinlimmon cuando descubre lo ocurrido es tanta que basta a enamorar al instante a miss Fitch. ¿No es el golf un deporte verdaderamente refinado y seductor?

Por otra parte, más allá de los condimentos sociales de distinto tipo que lo rodean, el golf como juego (insisto en mi descripción del primer párrafo) tiene algo, no sé cómo decir, estética, conceptualmente ridículo. Esto lo captó muy bien, sorprendentemente en mi opinión, un escritor tan serio, tan trascendente, como J. R. R. Tolkien, que, en su ingente tarea autoimpuesta de crear una suerte de mitología de Gran Bretaña, encontró espacio para explicar también los orígenes del golf en una broma aparentemente inofensiva pero que creo que, bien mirada, deshace e imposibilita de un plumazo toda la seriedad, toda la ceremonia, toda la pompa y circunstancia de quienes lo juegan mostrando cuánto tiene de azaroso y arbitrario. El pasaje está en El hobbit, su obra más risueña y ligera, cuando Gandalf (un gran bromista) explica a Bilbo y a sus compañeros enanos los orígenes de este deporte en la Tierra Media para encarecer irónicamente el ardor aventurero del primero:

“-Excitable el compañerito -dijo Gandalf, mientras se sentaban de nuevo-. Tiene extraños y graciosos ataques, pero es uno de los mejores: tan fiero como un dragón en apuros. Si habéis visto alguna vez un dragón en apuros, comprenderéis que esto sólo podía ser una exageración poética aplicada a cualquier hobbit, aun a Toro Bramador, el tío bisabuelo del Viejo Tuk, tan enorme (como hobbit) que hasta podía montar a caballo. En la batalla de los Campos Verdes había cargado contra las filas de trasgos del Monte Gram, y blandiendo una porra de madera le arrancó de cuajo la cabeza al rey Golfimbul. La cabeza salió disparada unas cien yardas por el aire y fue a dar a la madriguera de un conejo, y de esta forma, y a la vez, se ganó la batalla y se inventó el juego de golf”.

¿Qué más decir? Solo a modo de posdata, que leo en el delicioso ensayo Bibliotecas llenas de fantasmas, de Jacques Bonnet, que la librería Mme. Tschann, del bulevar de Montparnasse, fue sustituida por “una tienda de accesorios de golf que no tuvo ningún éxito”: justicia poética, sin duda.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *