Seifert y Los Obstinados de Praga

Foto: Consuelo De Arco

Por Antonio Costa Gómez.

Jaroslav Seifert lo cuenta en “Toda la belleza del mundo”. Cuando era joven iba al café Slavia a hacer tertulia. Por el ventanal veían el río Moldava y la calle Smetana:

“Junto al río, bajo los árboles, a lo largo de la barandilla de hierro, había un paseo”. Por allí paseaba actores del Teatro Nacional. Uno de ellos venerable llevaba un sombrero muy extraño.

Pero sobre todo por allí paseaban los Obstinados, un grupo de escritores y artistas. Me gusta ese nombre, Obstinados. Me hace recordar lo que decía Hermann Hesse: obstinación quiere decir “sentido propio”. Mantener tu personalidad contra el sistema y la masa.

Entre los Obstinados estaba Karel Capek. El primero que vio la amenaza deshumanizadora de los robots e inventó la palabra misma: Robot. El que temió que nos hiciéramos todos como máquinas y nos entregaran a las máquinas. Y nos quitaran el alma y la libertad.

Y estaba el pintor Vaclav Spala, que pintaba obstinadamente flores. Sus flores saltaban y se alegraban con rebeldía. Eran también flores obstinadas, no eran flores convencionales.

El poeta Dick decía sobre las gencianas de Spala: “Cualquiera que sea tu dolor/ seguramente sonreirás”.

Vinieron los nazis y se llevaron a los Obstinados. Karel Capek no quiso escapar a Londres y murió poco antes de la Ocupación. Murió antes de que entraran en Praga los hombres robots que él denunciaba. A su hermano Josef Capek lo mató la Gestapo. Spala era un hombre sin complicaciones, dice Seifert, pero daba grandes sorpresas. Estaba influido por Munch y Van Gogh, pero sobre todo por el fauvismo. Y se obstinaba en pintar flores rebeldes y movidas.

Una vez Seifert fue a visitarlo y admiró uno de sus cuadros de flores aún fresco. El ramo que servía de modelo estaba detrás ya marchito. El pintor le dijo: “El ramo me costó treinta coronas en el mercado, así que tenía que sacar provecho”. O sea, tenía que pintar un buen cuadro.

Y siguió pintando sus flores, en medio de la vulgaridad de la Historia. Siguió obstinadamente pintando sus flores contra la vulgaridad de la Historia.

Seifert es conocido sobre todo por su autobiografía “Toda la belleza del mundo”. Pero también es un poeta muy estimable. Clara Janés tradujo en una antología sus poemas al español. Poemas de sus libros “El cometa Halley”, “Paraguas en Picadilly”, “Concierto sobre la isla”.

Aunque Janés sea buena, supongo que los poemas pierden mucho en la traducción. Pero tienen ocurrencias muy buenas que se le quedan a uno en el paladar. Como cuando dice que ha visto morir a todos los poetas y él se obstina en no morir pero la muerte pegará una patada en la puerta y el se alterará tanto que se olvidará de respirar.

O cuando se obstina en ver al París de comienzos del siglo XX como una fiesta de libertad que nunca se olvida. Seifert comenzó en los cantos proletarios y la predicación pero luego se apuntó al Poetismo, la versión checa del Surrealismo. Y finalmente acabó afirmando la poesía con obstinación como una experiencia comparable al amor.

Y en un siglo tan dado a las fórmulas férreas y a la destrucción pedante continuó afirmando la belleza como la más honda experiencia. La belleza, oigan, todo un atrevimiento hablar de ella. Todo su cometido al final, obstinado, fue restañar las huellas pertinaces de la belleza. En su poema “Autobiografía”, del libro El paraguas de Picadilly dice “He ido asombrado de belleza en belleza”.

Sobre todo en su Praga amada, tan asombrosamente bella aún ahora a pesar de las manadas de turistas que la trivializan (igual que las que vienen a Salamanca y solo quieren ver una rana). Y en ese Puente Carlos que ya miraba de niño lleno de presentimientos y sigue mirando a los ochenta años obstinado en los mismos presentimientos. Y continúa la visión que tuvo una vez: “Y cuando cae el crepúsculo en las ventanas de Praga/ y hay estrellas en las tinieblas transparentes / escucho siempre su vieja voz / y oigo versos”.

Esa ventana azul que le traían los pájaros sobre sus alas. “Siempre me la traían / los pájaros sobre sus alas/ Cada día un poco más cerca/ Luego mi ventana se cerró/ A veces de todos modos la veo”. Estos versos figuran en El paraguas de Picadilly.

O en la belleza de los monumentos como rosas extrañas que ve por su ventana. Entre ellos suena el viento a veces como “El arpa de Eolo”. (Igual que yo escuché un verano casualmente durante quince días canciones de Billie Holiday, porque me alojé en un apartamento que tenía un tocadiscos, y solo había un disco, que tenía a Billie Holiday). O esa montaña donde se esconde un genio que saldrá un día al igual que el rey Arturo desde su isla de Avalon.

Los cubismos geométricos pueden ahogar el mundo con su falsa renovación, pero Seifert se obstinaba en admirar la belleza. Si leemos esa palabra en sus versos nos puede sonar cansina y convencional desde fuera. Pero luego vemos toda la fuerza extraña, todo el veneno intenso que encuentra en ella. Toda la voluntad de vivir.

Y una vez dice que la música no está en ninguna parte, está en el país de la música. Lo dice en el poema “Concierto de Bach”, en el libro Ser poeta.

En un poema Seifert dice que la primavera es un veneno. Igual que Zagajewski hablaba en defensa del fervor y el fervor era como un virus que nos podía infectar a todos nosotros. Y Seifert hablaba de una belleza obstinada que obstinadamente nos infecta aún a todos nosotros. Cuando no nos damos cuenta, cuando nos escapamos a los tópicos de la escolástica moderna y a las fórmulas.

Y al final dice que lo más triste es morir en primavera.

Seifert tenía valentía y obstinación, defendía la belleza. Y la defendía, viva y extraña, cuando se reunía con los Obstinados en aquel café Slavia donde también estaba Rilke. Donde mucho después yo admiraba a aquella musa verde pintada en la pared soplándole a Rilke, aquella musa tan obstinada como los cisnes que se obstinaban en bogar por el Moldava detrás de la ventana. Yo bebía becherovka (un aguardiente checo) como los checos y recordaba a Rilke y a Seifert.

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